Día Feriado de Inés María Luna, volumen 22 de la Colección de Poesía Joven, Poesía Eres tú, contiene la elocuente prestancia y exquisitez de la evocación. El tiempo se aquieta por momentos,
“Nunca nos olvidamos de sentir su eco” y nos reconoce en ese presentimiento con que se materializa, “Nadie nos dice nada, / pero llega un día / en el que el pasado vuelve”. La autora desde el primer poema y dedicatoria, “A mis padres”, recompone su latitud existencial a través de un yo trascendido. “como si todo repitiese, / otra vez, / su infinito”
La obra se estructura mediante capítulos. Concretamente cuatro.
En el I la recapitulación del tránsito vital es moroso contrapunto de reflexión y remembranza. El deseo de retornar,
“Si yo supiera / si tuviera el poder, / te haría de nuevo ser joven” a lo que fue un espacio de naciente luz, para sentir que la fugacidad del instante es un espejismo, “Todo lo que puede pasar es el tiempo, / únicamente el tiempo / y el recuerdo de que un día / vivimos en el aire”.
Así el amor fundamenta su existencia en la transformación que experimentamos,
“esperar que un día / llegue el milagro / que convierta el amor / en la gramática / y todo lo confunda / desde la raíz”. Porque la vida es simplemente un límite temporal en el que “indagar por dónde / se nos sale el alma”.
En el capítulo II la costa portuguesa emerge como farallón que incólume desafía el tiempo que fue,
“una luz que cuenta / que nunca es inútil / el paso de un día”.
El mar es símbolo de advenimiento, de descubrimiento, de ese rumor lejano que acuna en el embeleso. No hay distancias que atravesar. Ni orientación que seguir, sólo dejarse mecer,
“Pero hay un tiempo sin tiempo, / tiempo sin causa ni efecto, / tiempo en que todo se une, / en que las cosas se contemplan, / quietas de asombro y marea”.
La identificación con el mar es la propia vida que palpita,
“Será mi cuerpo / donde el mar resucite”. Un volver a empezar en cada ola que lame la huella efímera de nuestro paso en el justo momento de su extinción, “Como un latido / en cada cosa / todo tiene su porqué / todo encuentra su acomodo / en el hilo del tiempo”, la lejana voz que común y colectiva eleva su esperanza y nos redime de nuestra propia naturaleza, “o este canto de los hombres / que en la ría trabajan / su hermosos canto de amor”.
Más tal vez sea la senda del silencio la que singularice ese porvenir incierto y deseado en la propia existencia,
“Quizás vivir sea esto / escuchar con los ojos cerrados, / aquí donde todo es silencio”.
A mitad de camino
“La ciudad blanca”, destino siempre por cumplir, por redescubrir, “Para poder vivir, / como si siempre llegara a Lisboa”.
Más allá Á‰vora,
“y un corazón / que en la lluvia tiembla”;
Alentejo,
“Todo en esta ciudad / de casas con dinteles amarillos / permanece callado. / Yo, criatura viva, / oigo mi voz, / sigo siendo pregunta en el silencio”;
Marvao,
“Desde el cuarto, el campo es verde, / esplendoroso y tranquilo / ¡Qué quietud la de las cosas, / todo siempre en sí mismo”
y, finalmente, Tavira,
“junto al quiosco de la música, / cantar María Lisboa, / después de todo, el mar, / y un barco que nos lleva”
La luz cenital que albergan los poemas del capítulo III nos invita a alzar la mirada, a no contentarnos con la simple evidencia de lo vivido,
“como si no olvidara / que una vez hubo mar, / y la vida fuese solamente / la sensación de vida agradecida”.
Nos invita a meditar. Es una exhortación así misma. La certeza que aunque todo paso se pierde en la niebla, hay pormenores que nos rescatan del vacío,
“No olvidaré la luz, / la vista presentida / desde la sala. / La noche, la piedra, / la mirada feliz / de los desconocidos”.
Inés María luna reafirma la incandescencia de su palabra,
“Yo nací luz, / memoria de la luz”.
El fulgor que débilmente agita la mano del tiempo y que aviva la derrota nunca acostumbrada,
“Pero sé que ya es otro tiempo, / ahora es ya otro tiempo. / Ahora hace un minuto que no estás”.
Y que, por el contrario, no desmerece su resistencia,
“El hombre que soy / se queda con la luz. / Lo contemplan la oscuridad y el frío”
En el IV, el lirismo de los capítulos anteriores se sublima a la esencia del reposo, a la poesía que canta por sí sola, sin intermediarios, la que aflora a cuerpo gentil, de cualquier modo y en cualquier momento,
“De todas maneras, / no hay que despojar a las cosas / de su poesía”.
Y en ese ideario el destino errabundo y la querencia a lo ignoto,
“no siempre la certeza es luminosa, / yo quiero la luz del andar perdido”
Hay otro recorrido en Día Feriado en el que el tránsito de las estaciones y su proceso cambiante aún por experimentar,
“diciembre era la piedra de una iglesia, / y los libros que aún no habíamos leído”
son miradas de presente, pasado y futuro,
“Que no quiere dejar la primavera, / me lo dice esta tarde, / esta tarde de octubre”
Y se asienta en el alma como alivio y deleite,
“En verano el vino se presenta / como una promesa / de felicidad cierta”
o como nostálgico vuelo de otros cielos,
“Mirando la piedra, / esta torre que asoma a mi balcón, / voy recordando los inviernos”.
Con esta primera obra la poetisa aruncitana inicia su manso fluir en la besana poética para penetrar hasta la raíz mas fecunda. Así su decir, calmo y sencillo, es un asidero de tan notorio deslumbramiento que deposita en el lector lo que nombraron sus ojos. Y lo hace con la finura estilística de quien respira el poema en sus propios alvéolos. Hasta que el último hálito creativo define su trascendencia.