En Isla Negra…
Allí está la más célebre residencia en la tierra (junto a la Sebastiana, la Chascona y la madrileña Casa de las Flores) del no menos célebre, en su día, y hoy legendario Neruda.
Un centenar de kilómetros generosamente pesados, rectas y curvas, serranías bañándose en el mar, nubes, niebla, ganado vacuno y equino, un paisaje de alta montaña -dehesas y coníferas- diluyéndose en la linde de arena de las playas, los habituales y cochambrosos barracones turísticos, una veintena de boliches consagrados al culto del marisco y unas cuentas docenas de villas más o menos señoriales y perladas de salitre por entre los abetos, los taludes, los bajíos, las mariposas, los pastizales y los arrecifes.
Y la casa de Neruda, claro… Un lugar de peregrinación, un museo de poemas, un refugio de gaviotas, un mito de la arquitectura y el sueño (o el delirio) de un constructor de viviendas elementales, en toda la extensión de la palabra.
Don Pablo -así se refieren a él los guías del enclave- empezó a construir ésta en 1951 y, en puridad, no llegó a terminarla nunca. Era un arquitecto de marquetería. Le gustaba, aquí y en sus restantes casas, ir añadiendo piezas, cobertizos, miradores, galerías, alas, cenáculos, invernaderos, bibliotecas, tingladillos o lo que se terciase alrededor de un humilde núcleo inicial.
Esta concepción de la arquitectura confiere a todas sus residencias un toque indefinible de provisionalidad, un caprichoso aspecto de opera aperta, de duna móvil, de niño grande, de estalactita en formación, de horadado roquedal marino.
Las casas de Neruda son y no son, a fuerza de serlo todo. Auténtica tentativa del hombre infinito y estravagario de hondero entusiasta, reflejan -diciéndolo con juicios y tropos de su biógrafo Cousté- la inconcebible diversidad de su obra lírica y el cíclico recomienzo de una aventura arquitectónica concebida, una y otra vez, según las reglas de la espiral, el mosaico y el laberinto. De ahí que puedan agradar o desagradar. Vienen a ser algo así como las jorobas, protuberancias y tentáculos de un oscuro cefalópodo desconocido. Redondean el cuadrado en vez de cuadrar el círculo. Aportan una intransferible e imprevisible solución al problema escolástico del movimiento perpetuo.
Tomo prestado el título de la mejor novela de Isabel Allende: Isla Negra es La casa de los espíritus. Náuticos, tendría que añadir. Mar, en efecto, por todas partes: enfrente, abajo, a la derecha, a la izquierda… Y dentro.
Sí, Neruda tenía razón: “El mar de Chile, el mar tremendo, con barcazas de espera, con torres de espuma blanca y negra, con pescadores litorales educados en la paciencia, el mar natural, torrencial, infinito”.
Y violento, rabioso, espumajeante, mordedor, ácrata, erguido, resacoso, añado y pienso yo en plena orgía nerudiana de adjetivos. “Aquí, en el sur del Pacífico, hay que poner atención: la tierra se termina. Unas leguas más o menos… y sobreviene el polo, sobresalta el abismo. Hay que juntar las cosas ante posibles invasiones del mar, hay que colmar el Arca con amor y con ruedas, con palabras y cosas que nos salven, que nos identifiquen mañana en la corriente de Humboldt”.
De ruedas hablaba Neruda en el texto islanegrino recién citado, y una rueda es, efectivamente, el primer objeto en que reparan mis ojos, pero no una rueda normal, sino descomunal, como de carreta española conducida con mimo por arrieros maragatos de mejores épocas… Después iré viendo otras, muchas otras, perdidas y derrengadas de rincón en rincón. ¿Símbolo, incontenible manía de coleccionista o trivial elemento de decoración?
De todo un poco, probablemente. Neruda se hizo decorador en su madurez (elegía piedra a piedra y listón a listón los listones y las piedras de sus casas), fue coleccionista desde niño (me lo confirmó hace veinticinco años Matilde Urrutia en La Chascona) y terminó, como casi todo el mundo, siendo algo budista en su vejez, pero con mesura y sentido del humor.
Y lo que insinué: trozos, astillas, fragmentos de dinosaurio, quijadas de corceles, antojos, surrealismos y, por doquier, sabor, olor y color a restos de naufragio. Una chabola de madera. Un almacén de nada. Un barracón de trastos. Una fuente con delfines pechienhiestos que se asoma, sin traspasarlo, al borde del abismo de la cursilería. Todo es de piedra y de madera. Y no iba a faltar, allá en lo alto del comedido torreón, una grácil veleta con hechuras de pescado. Tarareo en sordina, sin saber por qué, la canción de Spencer Tracy en Capitanes intrépidos: “¡Ay mi pescadito /deja de llorar, / aunque llores y rabies / allí te estarás!”.
Más delfines, visillos calados, moho, herrumbre, sillas coronadas por (o apoyadas en) imágenes de animales, una chimenea pedregosa y circular, ambiguamente atisbada por las rendijas, una mesa redonda que sirve de soporte a mil y un instrumentos de navegación, un lavabo con huellas de maricastaña, habitaciones que se enroscan y se enrocan en sí mismas, granito, mármol, ventanas ciegas y caprichosas, telones de lona blanquiverde tapiando tragaluces y orificios, caretas y carotas de piel cobriza, ferralla y maderamen procedentes de tifones y desguaces, papiros enrollados, estatuas polinesias en hornacinas, cestos, bolsas, sacos, faltriqueras, biombos de posición oblicua, mariposas, caracolas, escarabajos, una aldaba, un jardín primorosamente cuidado, una locomotora de vapor en rojo y negro y con la alta chistera del escape de humos, un velerillo de juguete ladeado y abandonado junto a un porche, balaustradas, un doble arco de piedra, matorrales rojizos y verdosos, un ancla hincada en un recodo del jardín, pitas, cactus, un friso circular de peces, un pavimento con conchas incrustadas, una pieza de metal oxidado en la que dice: “Oficina de visas de Valparaíso, 1905, Fundación Taracapa”, varios arqueros chinos grabados con técnica de batik en papel de arroz, un guerrero (o quizá un santo) en su incómoda peana, un pabellón inútil, un triclinio empapado, una barca varada, un puesto de observación, un candelabro barroco de nueve luces, una viga poderosa y transversal en la que leo: Regresé de mis viajes. Navegué construyendo la alegría. 1958. P. N…
Y nada más. Solo lo dicho: los restos de un naufragio. He aquí lo que queda de Neruda en su bastión de Isla Negra, casa -hoy- de los espíritus. Lo demás es silencio.
¿Silencio? No del todo. “¡Cuánta piedra litoral alrededor de nuestros ojos! Son redondas de ola, abruptas de arremetida, salidas de los volcanes oceánicos. Son lisas de ágata, ferruginosas y hostiles, acostumbradas al golpe de la sal, al derrumbe del cielo”…
Las palabras de Neruda me envuelven a dentelladas, caricias y borbotones. Aquí, en este telúrico momento de fuerzas y de aire, es como si las hubiese escrito pensando en mí: un don -el del tú a tú- que sólo tienen los propietarios por derecho divino del territorio libre de la poesía.
Y don Pablo me acoge en él, me abre sus puertas con generosidad ancha y feliz: Te puedes sentar, viajero, en esta casa de piedra. Es tarde tal vez bajo tu bandera, en tu patria. Aquí siempre es temprano y el fuego está por encenderse. Algunas figuras errantes, de los navíos, se perdieron de ruta y aquí persistieron, falsamente atadas: libres, en realidad, dispuestas al mar quieto, capaces de irse otra vez a sus itinerarios. Tú, si quieres permanecer o disolverte, puedes hacerlo. Lo único que se exige es azul”.
¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? ¿Permanezco, me disuelvo, sigo hacia otra parte?
Y es de nuevo el poeta quien me responde, quien -casi a gritos… ¡Por allí resopla!– me da pauta, consejo y viático. “¡Vamonos -me dice- a Valparaíso, al insólito puerto sin puertas, a la puerta de los anchos mares!
Le obedecemos: donde hay capitán… El nuestro -Miguel de la Quadra- aún no ha llegado, pero sus quetzales siguen.
Y yo con ellos.