Amanece en el Valdivia. “Toda la noche oyeron pasar pájaros”. Á‰sa es la frase más célebre escrita en el diario de a bordo de las tres carabelas e inscrita en los registros akáshicos del descubrimiento de América. El otro día la mencioné en una de las entregas de este blog.
Donde hay pájaros, hay costa cercana, y así era. Amaneció en los barcos que llevaban a la tropa de Colón, como hoy lo ha hecho en el Valdivia, y allí, frente a ellos, se dibujó la silueta de un litoral.
¡Tierra la vista!, gritó el vigía No era un sueño. No era un espejismo. No era una invención de esa locura de los marineros que lleva el nombre de Fata Morgana. Era, simplemente, una isla. Habían llegado a lo que aún no se llamaba América.
La historia se repite. Se ha repetido esta mañana en el Valdivia. Estábamos en el castillo de proa y llegó de repente a él, jadeante, asustada, extenuada, una tórtola de extraño plumaje. Se posó en la cubierta, caminó como pudo hasta un rinconcillo de planchas y fierros, y allí se acurrucó.
Era un heraldo. Venía del archipiélago de Juan Fernández y nos anunciaba que la mayor de sus islas, ésa, sin habitantes, en la que sobrevivió como pudo desde 1704 hasta 1708 un pirata escocés llamado Selkirk, pronto estaría ante nosotros.
La Ruta Quetzal tocaba su cénit: habíamos llegado al punto culminante de su vigésimo primera edición. ¿Geografía literaria? Sí, pero no imaginaria, sino real, visible, palpable, dotada de grados de longitud y latitud, presente en los mapas y en el nomenclátor del Pacífico.
Selkirk fue rescatado, volvió a Inglaterra, adquirió celebridad, recibió honores, acumuló riquezas, vivió en olor de muchedumbres e inspiró la primera novela escrita en su país: Robinson Crusoe.
Había nacido un arquetipo de la conducta humana. Rousseau, ese psicópata, se inspiró en él para escribir el Emilio, concebir y divulgar la estúpida leyenda del buen salvaje, y sentar, a la larga, los cimientos del futuro totalitarismo en las páginas del Contrato Social. La revolución francesa fue, a la corta, el primer fruto maligno y desastroso efecto secundario de tan dañina utopía.
Desembarcamos. No lo hacemos mediante pasarela, sino en chalupas, porque el Valdivia ha fondeado a doscientos metros de distancia del espigón del puerto. No da éste para más. Desde él nos distribuyen a los adultos por los hostales y casas de huéspedes de la única aldea, de unos seiscientos vecinos, de la isla de Robinsón, mientras los chavales instalan su campamento en un solar cercano antes de emprender una marcha hercúlea, a decir poco, que los llevará de cumbre en cumbre, de precipicio en precipicio, de bosque en bosque, de aguacero en aguacero, hasta la otra vertiente del abrupto enclave. Serán -lo sabré luego- casi treinta kilómetros de empinadas cuestas. Volverán derrengados, y más aún lo estarán los profesores, monitores y periodistas que en un alarde de lealtad, responsabilidad y bravura los acompañan.
Yo, por gajes de la edad y de los bypasses de mis coronarias, ya no estoy para esos trotes. Me recogen en el malecón y se me llevan, en compañía de Naoko, al Refugio Náutico, delicioso hostalillo de tres habitaciones situado en uno de los extremos de la minúscula aldea, donde nos suministrarán lecho, información, conversación, yantar, langostas a granel, pisco sauer y buen vino a lo largo de los tres próximos días. Así era el mundo antes de que Eva se comiera la manzana.
Pájaros, decía. La tórtola no será el único. Cinco minutos después, ya en el Refugio, se nos acerca la persona que lo dirige. Trae en la palma de la mano un colibrí de plumas irisadas que ha buscado refugio en ella y me lo tiende. ¿Otro heraldo?
Es diminuto, amistoso y suave. Palpita, pero no se asusta. Lo cojo con cuidado y lo subo a la habitación. Una vez en ella, lo suelto. Vuela de aquí para allá, se posa en la colcha, juega y salta, tranquilo, feliz, como si nos conociese de toda la vida, hasta que Naoko abre la ventana y le brinda el regreso a sus frondas y a sus flores. No se hace de rogar.
¿Estamos en el paraíso antes de que Eva mordiese la manzana? ¿Habrá ángeles, y no sólo colibríes, langostas y lobos marinos, en los arrecifes, caladeros y bosques que nos rodean?
No voy a responder ahora. La primera mirada, en contra de lo que el tópico asegura, no siempre es la que vale. Mejor pensarlo dos veces y aguardar a lo que las sucesivas nos deparen. Están al caer.