Ya sabe el lector por dónde ando. La isla es la de Robinsón, en el archipiélago de Juan Fernández, ¿y cuál va a ser la corriente, sino la de Humboldt, legendaria, procelosa, en la que tantos bajeles han naufragado?
Me cuenta Miguel de la Quadra que la surcó por primera vez hace más de medio siglo, enrolado en la tripulación de un ballenero, y que a pique (nunca mejor dicho) estuvo de morir en ella, porque cundió a bordo la especie de que aquel chicarrón del norte de España traía mal fario y, para comprobar si era cierto y deshacer, caso de que lo fuese, el embrujo, lo obligaron a pasar por la quilla. Sobrevivió, aunque lo hizo casi congelado y destrozado por las conchas navajeras de los moluscos adheridos al casco de aquella cáscara de nuez, y gracias a eso estoy yo ahora junto a sus quetzales en una isla a la que rara vez llega alguien y a la que, desde luego, nunca habría llegado yo de no ser por mi viejo amigo.
Hacerlo no es fácil. Nunca habrá aquí más turistas de los que puedan contarse con los dedos de veinte manos. Existe un aeródromo en el que de tanto en tanto, cuando el tiempo lo permite, aterriza una avioneta, procedente de Santiago, en la que cabe, como mucho, una veintena de pasajeros a razón de diez kilos de equipaje por cabeza y una vez al mes llega desde Valparaíso un barco. Es todo.
Quienes se suben a él o corren, a merced del viento, el albur de la avioneta son, mayormente, submarinistas, senderistas, pescadores, rastreadores de tesoros como el de la isla de la mejor novela de Stevenson, ecólogos, ornitólogos y, de tarde en tarde, con cuentagotas, algún que otro viajero de vocación robinsoniana, como lo es el novelista navarro Miguel Sánchez-Ostiz, que se quedó varios meses, si la memoria no me confunde y convierte los días en semanas, y escribió un libro excelente, como todos los suyos, titulado La isla de Juan Fernández. Aconsejo su lectura a quien quiera saber más de este archipiélago. Lo publicó Espasa. Espero que los listillos del marketing no lo hayan descatalogado.
¡Atiza! Caigo ahora en la cuenta de que los dos compatriotas robinsonianos a los que acabo de referirme llevan el mismo nombre de pila, Miguel, y nacieron en el mismo sitio: Navarra. ¿Significará algo esa coincidencia? Nomen est omen, decían los latinos, y el genius loci marca las vidas.
Lo del tesoro no es broma. Lo escondió en 1713, a corta distancia del amago de cueva (hoy Puerto Inglés) en el que buscó y encontró cobijo Alexander Selkirk, el general Juan de Ubilla y Echevarría. Cuentan que andan enterrados por allí ochocientas sacas de monedas de oro, varios barriles de piedras preciosas y un baúl cargado de esmeraldas. Es un norteamericano, Bernard Kaiser, quien tiene permiso oficial para rastrear el botín, pero la zona está situada en un parque nacional -todo el archipiélago lo es- y el forcejeo con la burocracia, la codicia y la pugna jurídica entablada por la titularidad del tesoro dificulta la búsqueda de éste.
También anduvo por aquí el almirante Lord Anson, al que la corona británica envió al Pacífico con la doble misión de doblegar el poderío de nuestra flota en tales aguas y de dar la vuelta al mundo. Un estero lleva su nombre y una placa lo recuerda. Entre sus oficiales figuraba el guardiamarina John Byron, abuelo del poeta, que no llegó a pisar la isla porque, después de sobrevivir al celebérrimo naufragio de la fragata Wager, acaecido en la costa occidental de la Patagonia, fue capturado por los españoles en 1741 y no pudo regresar a su país hasta cinco años más tarde.
Me entero de todas estos pormenores leyendo la crónica que él mismo redactó –Viaje alrededor del mundo (precedido de un naufragio), Ediciones del Viento- y en la que su nieto se inspiraría para escribir El Corsario. Su editor en España, Eduardo Riestra, me entregó ese libro en mano dos días antes de salir yo hacia Chile para que me sirviera de vademécum a lo largo del viaje.
Supongo que Lord Anson es uno de los ilustres antepasados de nuestro Luis María Ansón, del que siempre he sabido que lleva sangre británica. Se lo preguntaré en cuanto vuelva. De casta le viene.
Más hilos sueltos. Islas en la corriente es el título de una de las últimas novelas de Hemingway, aparecida después de su muerte. Aludía en ella a otra corriente, cierto, caribeña, y no a la de Humboldt, pero tanto monta. La frágil existencia del autor era ya entonces un pecio a la deriva.
Anson, Lord Byron, Defoe, Stevenson, Hemingway, Miguel de la Quadra, Sánchez Ostiz, Eduardo Riestra, Robinson Crusoe, La isla del tesoro…
Geografías imaginarias, historias legendarias. La literatura es viaje, el viaje es literatura. ¿Cómo no atar cabos? Siempre, de niño, soñaba con llegar algún día aquí. Ya sólo me falta Samoa.
Gracias, Miguel. A ti y al dios Neptuno, que no quiso que murieras hace cincuenta años bajo la quilla de un ballenero. Seguro que era el de Moby Dick.