La isla de Robinsón, en la que sigo, es un muestrario de climas, estaciones, fauna y flora. Hay en ella, según las vertientes de su empinada orografía, secarrales, arbustos de monte bajo, cumbres casi alpinas, arrecifes azotados por todos los vientos, zonas abrigadas, bosques de helechos y selvas tropicales en las que sobreviven plantas, pájaros, reptiles e insectos que no pueden encontrarse en ningún otro lugar del mundo.
Así debió de ser la Atlántida o el continente perdido de Mu, se me ocurre, mientras voy de un lado a otro, del Refugio Náutico en el que me alojo al centro de la aldea de Juan Bautista, de la costanera que la recorre al malecón que la remata, del cementerio, cuidadísimo, en el que estallan mil flores sobre las tumbas, al faro del promontorio y de éste a las playuelas, roquedales y peñascos en los que sestean, pacíficos, indiferentes, impermeables, decenas, a veces cientos, de lobos marinos, también llamados leones. Quedan nueve mil en las aguas de la isla e irán, de seguro, a más, porque las leyes, por fin, los amparan y nadie tiene nada contra ellos. En épocas recientes estuvieron a punto de extinguirse. El hombre es una alimaña depredadora. No hay peor lobo que el humano.
Llueve, sopla el viento, hace frío, escampa, sale el sol, cesa el viento, hace calor, se aborrasca el cielo, se enfurece Eolo, vuelve a hacer frío, vuelve a llover, el calabobos se transforma en aguacero, el mar ruge, el mar se aquieta, el aguacero se transforma en calabobos, el sol y el azul del cielo reaparecen, el vendaval se torna brisa, tengo calor, me quito la zamarra de la Ruta, me la pongo, me la quito, me la pongo…
En un par de horas se han sucedido las cuatro estaciones del año. El archipiélago de Juan Fernández presume de eso, y con razón. Lo dicho: un muestrario de fauna, flora y meteorología, una maqueta de la creación del mundo. La Atlántida, el continente de Mu, ¿eran así?
La aldea parece casi abandonada. Es el único punto habitado de la isla. No hay gente en sus calles. Una iglesia de chatarra. Un campo de fútbol. Dos tiendas de alimentación. Un puñado de hostales. Un pub que sólo abre los jueves por la noche. Una minúscula Casa de la Cultura. Ningún edificio tiene más de dos pisos. Casi todos son de una sola planta, precedida por un jardincillo. Los quetzales de la Ruta y sus pastores siguen en paradero desconocido. Su marcha sigue. No se recorren treinta kilómetros de picachos y barrancos en diez minutos.
Poco que ver, nada que hacer.
¿Era así el paraíso?
E chi lo sa?
Es la sagrada hora del almuerzo. Un cebiche de pulpo, una crema de cangrejo, una langosta de a puño y una botella de Riesling chileno me esperan en el Refugio Náutico.
Después me echaré la siesta, seguiré enredado en la lectura del nuevo volumen del Salón de los pasos perdidos (Pre-Textos) del buen Trapiello, que da para mucho, porque no sólo alza la voz, sino que la sostiene al hilo de más de seiscientas páginas, y volveré a la aldea para ver si ya han regresado, ilesos, pero hechos trizas, los expedicionarios.
El paraíso, la Atlántida, el continente de Mu, ¿eran así?
Felicidad, silencio, lejanía, dolce far niente…
Salí de España hace un siglo, estoy en la isla de Robinsón, soy Viernes, no quiero irme.
¿España? ¿Y dónde diablos queda eso?