Y casi todas ellas agradables. He dicho casi…
Leí Ruido de fondo (Ediciones B), de David Gistau, hace un par de meses, cuando andaba yo perdido por los inmensos paisajes -Nevada, Arizona, Utah, Nuevo México- que fueron, tanto en la vida real como en la cinematográfica, no ruido, sino telón de fondo de la epopeya del western. Conducía Naoko, yo leía, y eran la lectura y el viaje epifanía de sincronicidad junguiana, punto de coincidencia feliz entre vectores complementarios, causalidad sin casualidad, trazado de líneas paralelas y antieuclidianas que convergían en el horizonte infinito de las películas de John Ford. No es exageración, no es broma, no es literatura. Terminé de leer -más propio sería decir que me la eché al coleto con la rapidez y el placer con los que se bebe una horchata en una tarde de agosto- la primera novela escrita por Gistau frente a los picachos, barrancas y farallones de Monumental Valley. Allí, según el cineasta citado (y dios de mi santoral), se encuentra el lugar más hermoso, pacífico y sereno de la madre tierra. Todo, por cierto, está intacto, sin nada, absolutamente nada, que lo desfigure. En España, pensé, ya habrían levantado en tal sitio como ése media docena de hotelazos de cinco estrellas y quinientos pisos con campo de golf de cinco mil hoyos adjunto, un centro comercial, un Ikea, un Eroski, siete hipermercados, setecientos puticlubes, un acualand, un Port Aventura, un parque temático que reprodujese la gesta del general Custer, otro que hiciera lo mismo con la de Caballo Loco, tropecientos mercadillos medievales, una feria de muestras de productos de Los Monegros, una Expo, un estadio olímpico por si cae la breva de 20l6 y una Ciudad del Medio Ambiente.
Perdóname, David, y perdónenme también los lectores, suponiendo que los haya en días de tanto calor, tanto biquini, tanto bronce , tanto hortera y tanto vino del estío. Lo último, por cierto, es de Bradbury. En España, siempre tan elegante y sutil, lo llaman tinto de verano. ¿Qué delito cometí para que los dioses me condenaran a nacer donde he nacido? Todo esto es una digresión, un desahogo. Perdónenme, decía, por habérseme ido la pluma en alas de la indignación no exenta de resignación a los cerros del oeste americano y al potro de tortura del litoral hispano. No la empuñé para escribir nada de lo que llevo escrito, sino para dar cuenta de lecturas agradables, o no, y entre ellas la del libro de Gistau, que no sólo es, en efecto, agradable y, en cuanto tal, palatable (cursilada, ésta última, que procede de la jerigonza de los gastrónomos, los críticos triperos, los cronistas de cuchara y la cocina creativa), sino mucho más. Tanto, lector, y amigo Gistau, que ya no puedo hacerle justicia aquí. Esto sólo es un blog. Kant no hubiera podido colgar en internet la Crítica de la razón pura. Se agotó mi cupo. Quizá quepa añadir aún que Ruido de fondo es un western disfrazado de thriller y ambientado en el OK corral y en la Dodge ciudad sin ley de los bajos fondos de los ultras del fútbol, con incursiones apaches en los barrios altos del Madrid de Gallardón, y que por eso -y porque se lee con la misma atención, emoción, avidez con la que se ven las películas de John Ford- dije hace ya muchas líneas que fue asombrosa coincidencia la de llegar a la última del libro al que aludo en el mismo instante en que se desplegaba ante el parabrisas de mi coche el esplendor de Monumental Valley. No voy a destripar la novela, pero novelista habemus. Sépalo el lector, hágase con Ruido de fondo antes de que termine el verano, lléveselo adónde veranee, si es que veranea, y si no, para refrescarse y consolarse, a su campamento de invierno, entérese de cuál es el lugar más idóneo para ocultar una Tizona, tiemble, ría, diviértase y échese al coleto de un solo trago, como si fuese horchata de verdad, no de botella, y como yo, con cuarenta grados a la sombra del Gran Cañón, lo hice, la primera y excelente novela de quien, hasta el momento en que allá por mayo apareció, era sólo uno de los mejores periodistas, cronistas y columnistas del país. Gistau no es de Ronda ni se llama Cayetano, pero torea -novillero, por su edad, aún- como en el Toronto Star torease Hemingway. Olé.