Lunes 16, ocho de la mañana. Hoy no toca blog, pero lo escribo. Noche de insomnio y de remordimientos. Ayer estuve tecleando hasta las tantas el articulillo sobre la corrida del domingo en Las Ventas que debía acompañar y, acaso, completar, en la edición impresa de El Mundo, la crónica de Javier Villán. Ignoro lo que dice éste y lo que otros, en otros periódicos, habrán dicho. Estoy recién levantado, no he salido a la calle, no he ido aún al quiosco. Confusión mental de quien no ha pegado ojo. Me acosté a eso de las cuatro y aquí estoy ahora: de guardia, por así decir. El remordimiento es adrenalina que impide conciliar el sueño.
Remordimiento, ¿por qué? Esto de los toros, a fuerza de vida, es un desvivir. Sé que muy pocos lectores entenderán mi desazón y las razones, si las hay, de lo que acaso sea sólo emoción, exageración y, por ello, sinrazón, pero la tauromaquia no es para mí un simple espectáculo, sino una lección de ética «•también, por supuesto, de estética»• y una forma de correr, entre sus pitones, el toro de la vida y de darle a ésta el sentido que, acaso, no tiene. ¿Religión? Sí. La del anima mundi. Un sacramento. ¿Filosofía? También. Y siempre, y sobre todo, ética, pedagogía y amor.
Ya sé, ya sé que hoy me pondrá a caldo el grueso de los lectores. No importa. Sus improperios no me alcanzarán y los elogios, si los hubiere, tampoco. Me importa sólo el remordimiento, la sensación «•paranoica, seguramente, e injustificada»• de ser un traidor, de haberme sumado al coro de la aristofobia que pone cerco a Tomás, de haber cerrado filas con quienes acusan de no ser nada a quien tanto es. ¡En mala hora acepté, Manu, el encargo de añadir, a portagayola de la muerte del quinto toro, un estrambote literario a lo que en la plaza había sucedido! Fue un mal trago, un mal toro, y me deshice de él como pude: con el estoque de la verdad. Pero decirla a cuento del mejor torero que hoy por hoy figura en la nómina del santoral taurino, duele. Tomás, el domingo, no toreó bien, no estuvo a la altura de los cánones de su toreo, pero fue fiel a sí mismo y, para serlo, se jugó la vida. Hubo, por su parte, torpeza en vez de destreza, pero no engañó. Los toros no lo cogieron: fue él quien cogió a los toros. Los citaba a topacarnero y pasaba lo que pasaba. Fue sólo el público, idólatra, vocinglero, judeocristiano, fideísta, victimista, tremendista, empeñado en ver lo que deseaba y no lo que en realidad veía, quien se equivocó de arriba abajo y demostró, ay, que quienes van a los toros pueden ser tan sectarios y gregarios como quienes van al fútbol. En este fin de semana hubo dosis caballunas de lo uno y de lo otro: circenses. Pero faltó el panem.
Eppur… Hablaba yo, en la columnilla de marras, del Aleph. Á‰ste, según la Cábala, es la primera letra del alfabeto sagrado, designa la ilimitada y pura divinidad, y «tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior» (Borges). Eso, amigos, es la Tauromaquia. Á‰se, José, eres tú.