Ya sé que me dirán que estoy obsesionado con las casualidades literarias. Otros me darán una charla sobre como el inconsciente va arreglando su percepción de la realidad a los hechos ocurridos para hacerlos coincidir. Como quieran, pero la verdad es que es a mí a quien le pasan estas cosas.
Estamos en el año del Cuervo (no soy astrólogo tranquilos), en el año en que celebramos el nacimiento de Edgar Allan Poe hace dos siglos. Es un tipo extraordinario con una vida de novela corta, murió con cuarenta, pero que da para una zaga que podíamos llamara “Inventario de amarguras” (suena a culebrón pero no lo sería). Poe sufrió como tantos anónimos un cúmulo de amarguras, obstáculos, incomprensiones y tristezas que al leerlas uno se siente de lo más afortunado y bendecido que hay en la Tierra. Era un hombre con un talento poco reconocido y en absoluto bien remunerado. A Poe le faltó comprensión y afecto.
Leo con atención en estos días la interesante biografía de Georges Walter, francés de origen húngaro y novelista para más señas, titulada en su traducción al español Poe. Es un viaje muy detallado a la vida y obra de este hombre, tocado por el talento y lleno de un frenesí literario, que hace que la lectura se transforme en una brillante novela de investigación. Maneja Walter una gran documentación y visita los lugares de la trama para ponerlo todo al servicio del lector ávido de conocer más al escritor de Boston.
Pues eso, leo con atención la biografía y, al llegar al capítulo doce nuestro escritor, desesperado y enfermo en 1842, suspira por un puesto en la Aduana. Para mi sorpresa yo trabajo en el departamento de aduanas de mi empresa, pero no suspiro por ello ni estoy enfermo. Ni tampoco tengo su talento. Me sorprendió la coincidencia. Edgar pasó de largo sin poder entrar en la Aduana y eso a la larga fue mejor para él aunque, con la que estaba cayendo en su vida por esas fechas, el hubiera preferido trabajar en la Aduana. Como yo, con la que cae por estos pagos, no renuncio a mi puesto aunque eso signifique horas sin escribir, sin poder buscar mi propio sueño.
Es una hermosa metáfora: cuando uno llega al trabajo te exigen dejar en la puerta tus sueños y metas y lo único que debe brillar en tu mente es sacar adelante tu puesto, tirar del carro, buscar el sueño de otro. Por la tarde, al regresar a casa te esperan, ya recogidos tus sueños en la puerta de tu trabajo, tu familia si la tienes o tu soledad. Y es entonces, cuando por fin el mundo casando se va a dormir a o a vivir la noche, cuando los hombres y mujeres con una pasión sacan sus folios en blanco y elaboran tramas y personajes, inauguran universos y dan vida a algo que no existe pero que podría hacerlo.
Poe escribió en esa etapa descrita en el capítulo doce (1841-1842), el mejor momento de su vida, once de los 67 cuentos que publicaría a lo largo de su vida. Si Poe es ejemplo de algo más allá de lo estrictamente literario es de tesón, tal vez disperso y un tanto débil, pero tesón al fin y al cabo, en la búsqueda de lo que tenía que ser: escritor.
Más allá de la anécdota y de la casualidad, una excusa para escribir este artículo, me queda la sensación de haber acompañado a este tipo raro (lo dice Rubén Darío) en una existencia atormentada, carente de afecto y comprensión. Es un tipo que sufre desde la cuna hasta la tumba y cuyo único descanso son los momentos en los que escribe sus terribles ficciones porque por fin no le ocurren a él, le ocurren a otro y él sólo es el cronista de las tragedias. Doscientos años después su sombra se agiganta hasta alcanzarnos en forma de cuervo para decirnos “nunca más”, nunca más renuncies a tus sueños: tu corazón te delatará.
Por cierto, me he enterado que el autor de la biografía de Poe nació en mismo día que yo, 51 años antes. Más casualidades para no variar.