Cultura

Egipto Viaje a Oriente. Gustave Flaubert. Cabaret Voltaire.

«Pobre corazón, bendito seas -mientras palpites- por el deleite que derramaste sobre el mío».

Página 25.

«El agua del Nilo es muy amarilla. Arrastra mucha tierra. Me da la impresión de que está como cansada de todos los países que ha atravesado y que susurra sin cesar el lamento monótono de una especie de cansancio viajero. […] El río, como el Océano, permite que el pensamiento se remonte a distancias casi incalculables».

Página 31.

«Primera noche en el Nilo. Estado de satisfacción y de lirismo; me muevo, recito versos de Bouillet. No me resigno a acostarme. Pienso en Cleopatra. Las aguas son amarillas, la calma es total, hay algunas estrellas».

Página 65.

Ruido de tela y de viento, suave frufrú en el suelo, las piastras de oro de sus cabellos, alineadas en la punta de los hilos de seda, silbaban -era un ruido límpido y lleno-. El claro de luna se distinguía a través de la ventana. Veía la palmera, un trozo de cielo con azul y nubes».

Página 74.

«La palmera, árbol arquitectónico. Todo en Egipto parece estar hecho para la arquitectura, planos de los terrenos, vegetaciones, anatomías humanas, líneas del horizonte».

Página 93.

«Anochece en el desierto. A la izquierda, la cadena arábiga con sus escotaduras -la cima es llana, es una planicie-. En un primer plano, palmeras, y este primer plano está empapado de negro. En un segundo plano, más allá de las palmeras, pasan algunos camellos. Dos o tres árabes van en burro. ¡Qué silencio! Ni un ruido. ¡Grandes playas y sol! Un paisaje así puede llegar a ser terrible -la Esfinge tiene algo de esto».

Página 126.

«El obelisco que está en París se encontraba al lado del pilón de la derecha. Encaramado en su pedestal, ¡cuánto debe aburrirse y cuánto debe echar de menos su Nilo! ¡Qué pensará al ver girar en torno a él los cabriolés de la administración en vez de los antiguos carros que antaño pasaban por su base!».

Página 245.

Egipto Viaje a Oriente, hay que empezar por apuntar, forma parte de una obra más voluminosa que es la que consiste en los apuntes que Flaubert tomo durante varios años con motivo de su viaje por Oriente. De forma que la editorial ha querido presentarnos esta parte de su viaje por el «País de los Faraones» que fue a fotografiar su compañero de periplo Maxime Du Camp, algunas de cuyas imágenes acompañan a la presente edición, dándole un rico y doble sabor literario y visual. Por otra parte estas instantáneas enmarcan la obra en su tiempo en blancos y negros y toneladas de arena aún sepultando los templos.

Pero dicho esto también hay que señalar que Viaje a Egipto no es un libro de viajes –forma literaria que no era del agrado del autor- sino, en todo caso, una libreta de anotaciones personales, quién sabe si para usarlas en futuras obras literarias o por el mero placer de guardar recuerdos concretos de aquel espectacular e increíble periplo.

Una de las habilidades del francés es, sin duda, esa prodigiosa memoria que le permite acordarse de horas y fechas cuando escribe más tarde de los acontecimientos que relata, o esa increíble capacidad de observación a la que añadía su vocación literaria:

«Pues tengo la dichosa manía de fabricar libros sobre las figuras sobre las que me voy encontrando. Una invencible curiosidad me lleva, a mi pesar, a preguntarme cuál puede ser la vida del transeúnte con el que me cruzo […] Y si es una mujer (de media edad sobre todo), entonces la comezón es punzante. Inmediatamente me gustaría verla desnuda, lo confieso, desnuda hasta el corazón, y trato de averiguar de dónde viene, adónde va, por qué está allí y no en otro lugar». (Páginas 38 y 39).

Es probablemente por ello por lo que una de sus constantes en el viaje es la descripción de tipos, figuras y personas que se cruzan en su camino y hacen que eche a andar su «memoria fotográfica» y sus dotes descriptivas tan cercanas a la pintura por el barniz de carga emocional, pero tan cercanas a la fotografía por su detallismo y verismo. Valgan un par de ejemplos:

«Llevo conmigo a un pequeño rais de catorce años más o menos, Mohammed; es de color amarillo, con un pendiente de plata en la oreja izquierda; remaba con una fuerza llena de gracia, gritaba, cantaba al atravesar las corrientes, guiaba a todo el mundo; sus brazos eran elegantes, con unos bíceps incipientes […] Todo él es un producto del agua, del sol de los trópicos, y de la vida libre; todo en él era pura cortesía infantil: me dio dátiles y me levantaba la punta de la manta cuando se mojaba en el agua». (Página 182).

«Una niña pelirroja, frente amplia, ojos grandes, nariz algo aplastada y resoplando, rostro extraño lleno de fantasía y movimiento; otra niña morena, de perfil recto, maravillosas cejas negras, boca apretada. ¡Qué deliciosos grupo hubiera hecho un pintor con estas dos cabezas y el paisaje del entorno!». (Página 307).

No obstante hay cien ejemplos, a cada cual más hermoso o particular en este camino de «personas» que nos cita Flaubert.

De hecho el libro es mucho más orientalista que faraónico, y el gusto del autor queda expresado claramente:

«Reflexión: los templos egipcios me aburren profundamente. ¿Acabarán siendo como las iglesias en Bretaña o las cascadas en los Pirineos? ¡Ay! ¡La necesidad! Hacer lo que hay que hacer; ser siempre como se debe ser, en función de las circunstancias (aunque por la repugnancia del momento uno preferiría alejarse): como un joven, como un viajero, como un artista, como un hijo, como un ciudadano, etc». (Páginas 194 y 195). Flaubert no es un fanático admirador de los capiteles de Dendera, ni de las formas de Filé, ni de las tumbas del Valle de los Reyes, aunque a veces describa sus pinturas y relieves con esas dotes de miniaturista, tan precisas. No, Flaubert es un amante de la vida, de la anécdota, de la leyenda, del orientalismo, de las diferentes razas humanas, de las experiencias vividas y la buena conversación. Y todo eso rezuma su Egipto, dotado de numerosos cielos, pedazos del Nilo, cocodrilos, colinas, montañas, palmeras… y sobre todo personas, con o sin nombre; famosas o de la calle; que permanecen en su vida o que pasan fugazmente.

Por supuesto, y como no se podía esperar otra cosa del autor de la polémica Madame Bovary, no hay falsas moralinas en su escrito. Detalla las prostitutas con las que se acuesta, las pulgas que lo devoran o la salud de sus deposiciones. No hace de su obra un catálogo pornográfico ni escatológico, pero como parte de la vida, todo encuentra su sitio.

La obra, absolutamente deliciosa, anotaciones fantásticas llenas de luz, de colorido (del colorido que le faltan a los daguerrotipos de su compañero de viaje), de anécdotas, es una magnífica mirilla para ver, en la distancia, el significado que un gran viaje tenía en el siglo XIX: meses de incomodidades, comidas paupérrimas en parajes inhóspitos, y animales acechando por víveres, en medio de templos aún a medio excavar o no excavados aún, habitados por locales pobres… con un Nilo aún salvaje y con cataratas hoy desaparecidas. Nada que ver con nuestros planificados, empaquetados y prefabricados viajes de seis días donde pretendemos aprender cientos de nombres que mezclamos en nuestra ignorancia y desbordados de tópicos falsos que son el sustento de una economía nacional -la que fuera- en aras de engañar a un turista que ya nada tiene de espíritu viajero.

Una exquisitez digna del autor de Salambó.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.