Asco, repugnancia, aversión… náusa, …, Ekel. No parecen las palabras más acertadas con las que comenzar la reseña de mi primer libro; más bien da la impresión, impresión que debe tener un doble sentido por naturaleza, de que a mi propio proyecto le ato una piedra y lo hago arrojar en alta mar. Frases para erigir una bandera a la bancarrota, a la causa perdida: puede parecer metafórico pero a su vez no debe olvidar uno ese doble sentido. Si por algún motivo la palabra «náusea» aparece en cursiva es porque el texto íntegro le debe mucho, guardando las distancias al gran Jean-Paul Sartre, a su novela La náusea, una de las obras que más me ha influenciado a lo largo de mi vida. Entre conocidos, y nosotros (me dirijo a usted, lector), suelo decir en un tono algo sarcástico que hubo un Yo pre-Náusea y un Yo post-Náusea. Y si mi primer libro tiene como título la palabra alemana «Ekel» es porque, en cierto modo, cada palabra, frase u oración de Ekel son el testimonio de una propia-Náusea, un segundo -o milésimo- Antoine Roquentin que se purga de sus monstruos y fantasmas a través de las 47 crónicas que componen el relato.
¿Es una biografía? ¿Una autobiografía? ¿Es un diario? Responder a estas preguntas es difícil. Lo «normal» es que la reseña de un libro no la haga el propio autor, más, si se le une el pensamiento popular que dice uno es el peor indicado para hablar de sí mismo, la tesitura se sobrentiende como bastante compleja. Al verme entre la espada y la pared si debo pronunciarme como la persona indicada para contestar, evadiré las preguntas y dedicaré las siguientes líneas a hablar sobre el qué y el cómo de Ekel.
Las crónicas reflejan el diálogo interno de un personaje atormentado, fluctuante; a ratos, excepcionalmente analítico y juicioso; en otros -muchos- ratos extremadamente absurdo y delirante. Nuestro individuo narra sus sentimientos, emociones y juicios en una etapa de su vida que se puede tildar de «estrepitoso fracaso» personal. Un buen día, harto de no encontrar empleo en su ciudad y toda la provincia, marcha a su tierra natal, donde tiene la ventaja de poder hospedarse en casa de una tía, hermana de su recién fallecido padre (un hecho contundente que sin duda alguna marca al protagonista y le empuja hacia el abismo), con la esperanza de encontrar un trabajo, de reencontrarse con su familia y sus raíces, y, por supuesto, empezar una nueva vida cuyo color sea más vivo que la vida oscurecida, la cual, ingenuo él, se lleva consigo en la maleta. Incluso dejando en la ciudad de residencia a su pareja, persona de la que, por motivos que no puedo -ni puede él– detallar, también juega un importante papel en el desplome de su ser.
Poco dura el entusiasmo. Tras unos días de acomodamiento en un pequeño y tranquilo pueblo del interior, el protagonista intenta hacer algunas gestiones en lo que a encontrar trabajo se refiere… pero pronto acabará dándose cuenta que el viaje sólo es una huida, una huida de sí mismo; una huida tan quimérica que pasada la primera semana su «nueva vida» se reduce a pasar los días en el dormitorio, leyendo o escribiendo, saliendo sólo -y solo- por las noches para beber y «olvidar», sin relacionarse con los demás, incluida -y excluida- su propia familia que con tanta calidez le ha acogido. La depresión que arrastra desde hace años, quizá toda su vida entera, se apodera de él y lo convierte en un ser solitario, aislado de los demás, encerrado en lo que él mismo llama la peor de las prisiones: su cráneo.
Sin embargo parece que esta tortura puede amainar: a la isla viene de vacaciones un primo suyo al que adora y, por otra parte, consigue contactar con la única amiga que le queda en su tierra, una chica de la que estuvo y ¿está? perdidamente enamorado. Una luz al final del túnel: sólo era cuestión de aguantar uno de esos aberrantes domingos, día suicida para el protagonista desde que tiene uso de conciencia, para que el lunes le trajese algo de alegría y motivación. Pero esa misma noche algo sucede y repentinamente cambia de idea. El martes ya tiene vuelo de vuelta a casa, algo que trastorna a todos, incluido él -quien ya de por sí está totalmente trastornado- y abandona la isla con la única excusa, un «secreto» que le confiesa a su tía el lunes por la mañana… un folio, más concretamente, un diagnóstico médico en el que figuran las palabras depresión psicótica. Su tía lo entiende: necesita volver a casa porque quedándose sólo podrá empeorar su estado.
La vuelta a casa es, sin duda alguna, el clímax de su bancarrota. Encontrará trabajo, tendrá el calor de su pareja→ pero nada, nada –Nada– volverá a ser igual.
Citado el contexto, pasemos a la forma. La mayoría de las crónicas tienen la misma estructura: un aforismo (propio o de algún autor, siempre citado cuando se trata del segundo caso) y un sólo párrafo, a veces de dos o tres páginas, sin un solo punto y aparte. Además de detalles nimios como algún nombre propio, ya sea de una persona, ciudad, libro, grupo de música y cosas similares, el trasfondo guarda profundas meditaciones filosóficas; vemos a un tipo hartamente nihilista, pesimista en extremo, analítico, amoral (incluso cuando expone su propio concepto moral), asolado por cuestiones existenciales las cuales son llevadas hasta tal extremo que asfixia, falta el aire, el pensamiento se acelera de tal manera que parece abocado a una implosión, combustión espontánea provocada por un cerebro quien proyecta tantísimos signos en cuestión de segundos que va a arder. Narcisista a ratos, delirios de grandeza incluidos; otras veces lo veremos considerándose la última mota de polvo en este Universo, lo más patético e insignificante que se pueda imaginar. Como científico que es (matemático), de pronunciado anarquismo, pone en tela de juicio todo y -a- todos a través de sus reflexiones. Quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Testimonios de un ateo que desea rematar a Dios, un energúmeno que va más allá de la respuesta o respuestas: él cuestiona por qué existe una pregunta.
De todo esto pienso que se puede concluir con los referentes. Encontrará el lector párrafos que le recuerden a Platón, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Sartre, Camus, Cioran, Heidegger o el mismísimo Derrida. Construcción y deconstrucción, creación y destrucción, una extraña aventura surgida de unos pensamientos que navegan, como su dueño, solos en el extenso océano de la vida.
Ekel está disponible en Bubok (papel, 111 páginas, 150 x 210 –debolsillo-, acabado mate en blanco sin ilustración en tapa, 11€; e-book 6€) y en Amazon (por ahora sólo disponible en papel, mismas características salvo que la tapa sí está ilustrada -con una imagen diseñada por mí-, 14.25$, o sea, el mismo precio pero en dólares; más adelante también disponible para Kindle).