El hombre se asoma al abismo del mal y siente un vértigo indefinible. Es un pozo profundo cuyo final no vislumbra, donde la oscuridad tiene la forma de la ausencia de lógica, de ausencia de justificación; donde las certezas básicas, que sustentan su vida, se derriten como cera caliente.
El hombre se asoma a un ejemplo de mal radical, como éste del Monstruo de Amstetten, y no puede, en este caso, seguir su inveterada manía de explicarlo todo, de encorsetarlo todo en la cuadrícula de las causas y los efectos. No sirve la explicación socio-económica, porque aquí no hayamos marginalidad ni pobreza. Tampoco nos vale la justificación fisiológica, psiquiátrica, ya que el caso no va acompañado de una patología que no sea moral. ¿Explicará ese fenómeno nuestro ancentral sustrato animal, nuestras raíces en el instinto? La vida, concebida, como lo hace Nietzsche, como voluntad de dominio, no acata normas externas ni escrúpulos más allá de sus deseos. Pero tampoco esta explicación nos ilumina el misterio. El animal sigue sus instinto mecánico para satisfacer sus necesidades, para defender su territorio o su prole, pero no se deleita en el sufrimiento del otro, no es un esteta del mal. El animal hace daño de forma inocente. El hombre se regodea en el mal con el refinamiento de un artista y la capacidad de matización de un gourmet.
No nos sirven, pues, las viejas ideas para explicar este vértigo, este abismo umbroso abierto a nuestros pies. Ni economía ni psiquiatría ni instinto. Ni Marx ni Freud ni Nietzsche: repertorio de antiguas soluciones.
El mal queda como un misterio sin fondo, como la terrible indeterminación de una Libertad que, desarraigada de la Verdad, se mueve por el puro voluntarismo de un un egoísmo triste y hermético.