En estas fechas tan señaladas hemos celebrado, como en tantas otras empresas, un ágape para felicitarnos las fiestas los unos a los otros
Desde la dirección de la empresa se ofrece todo tipo de viandas como agradecimiento al trabajo realizado durante todo el año. No al sufrimiento desbordante con que nos obsequian en el día a día, ni en el que está por venir durante el resto del año, no. Eso no. Es para agradecernos nuestro esfuerzo. O eso dicen. Bueno, pues ahí estábamos todos los compañeros departiendo amigablemente los unos con los otros; contándonos anécdotas más o menos chuscas de nuestros respectivos departamentos y obsequiando sonrisas por doquier cuando la velada pasó a ser de fantástica a memorable.
Todo iba muy bien hasta que una extraña musiquilla se empezó a abrir paso entre las conversaciones
Era algo así como el sonido de un xilófono que monocorde y esforzado emitía un extraño canto de grillo con la melodía de una canción tradicional.
La aparición fue sorprendente.
Un compañero que es de natural callado pero extremadamente sonriente, estaba golpeando sus dientes con sendos palillos como si su dentadura de un xilófono se tratase. Para rizar el rizo iba vestido con una camisa roja de lunares blancos con un nudo a la altura del peludo ombligo y unos pantalones bajos que dejaban ver unos calzoncillos de una marca conocida. Cuando creíamos que el susto había pasado y empezamos a relajarnos un poco, una especie de maraca comenzó a sonar desde el extremo opuesto de la habitación y el chico famoso por ser el más salido de todos los que pululan en la oficina iba con los ojos como platos posando su mirada en escotes y nalgas de cada una de las chicas que allí había. Lo mismo que hacía todos los días pero ahora sin babear y sin disimular y tocando unas maracas. Este chico iba vestido con una camisa azul de lunares blancos con el nudo que dejaba ver su pecho afeitado hacía tres días, pues ya empezaba a asomar el vello de nuevo por su firme y plana superficie, y los pantalones subidos hasta el ombligo en un infructuoso intento de marcar paquete.
En ese momento las sonrisas avergonzadas de algunas e incrédulas de todos fueron llenando la sala
Pero el show no había acabado. De ninguna manera. De repente unos rumbosos acordes de guitarra desafinada comenzaron a escucharse desde la puerta del cuarto de baño y, cuando esta se abrió estrepitosamente, del aseo emergió la tambaleante figura (pues había tropezado con el quicio de la puerta) de un señor gordo y calvo. El torpe guitarrista iba con los pantalones remangados hasta media espinilla dejando ver unos zapatos impolutos y unos calcetines de ciervos mientras lucía una camisa verde de lunares blancos con un nudo sobre una abultada barriga. Tocaba imitando a Peret, pero desafinado hasta que comenzó a cantar con su voz aguardentosa «Si Adelita se fuera con otro» incluyendo entre frase y frase un ¿eh, tío? mientras alzaba las cejas a modo de orgulloso saludo a cada uno de los que asistíamos abochornados a semejante espectáculo. Y es que, estos ágapes navideños de empresa, suelen dar lugar a este tipo de esperpentos.
Cuando dejaron de cantar y tocar todos aplaudimos con la fuerza que nos daba la esperanza de que eso hubiera sido todo. Pero lo tenían todo preparado de antemano y no iban a dejar que les estropeásemos todo lo que, por nuestro bien y por el bien de la fiesta, habían preparado.
El amago de infarto fue generalizado cuando tres mujeres maduras, nada agraciadas y con menos encanto, comenzaron a hacer unos coros «a capella» para cantar un villancico popular.
Iban las tres con minifaldas blancas y prietas camisetas de piqué negro que parecían rebosar por los laterales, no por los volúmenes pectorales sino por los volúmenes de dudoso gusto en la composición y diseño que sobresalían en ángulos imposibles de sus anatomías. Emitiendo los gorgoritos, con algún que otro salivazo involuntario, fueron entonando el tamborilero. Para este número habían reclutado a un compañero que a los más mayores nos recordaba a un barbapapá despistado y bipolar, además de a otro que se cree gracioso y que te cuenta siempre el mismo chiste cuando coincides con él en el cuarto de baño. Te dice: ¿Qué te traes entre manos? y se ríe. Después de cuatro segundos de silencio, vuelve a hablar: «Recuerda, socio, que más de tres sacudidas se considera paja» y se vuelve a reír. Además de ellos, estaba el que instala cartones alrededor de su pantalla de ordenador para que nadie le vea mirando fotografías pornográficas. Algunos creemos que se toca en su puesto de trabajo. La leyenda urbana es que efectivamente es así. Y, por último, el motero chungo. Un chaval que quiere ser colega de los más jóvenes pero va con los más mayores. Que quiere estar en un sitio, pero está en otro y que suda. Le llaman Camacho por lo que suda y Bob Esponja por lo inteligente. Bueno, pues con semejante orfeón, se compuso una versión lamentable y extraña del porrompomtamborilero porque no se sabía bien qué sonido salía de sus gargantas.
Cuando se callaron. Se juntaron los tres que habían salido en un inicio con los siete de después y, a modo de coro navideño, se pusieron a cantar villancicos de los de toda la vida y ahí cantamos todos. Hasta que una compañera se vino arriba y víctima de las cervezas sin alcohol con limón se lanzó a bailar la conga y se colocó la corbata de un compañero en la frente mientras arrimaba cebolleta con todo el que se acercaba a menos de metro y medio de ella. Como se puso entre el plato de jamón y el de chorizo fue la indiscutible triunfadora de la fiesta.
Mi mujer, que estaba cerca de mi oficina comprando algo para la cena de Nochebuena, pasó a buscarme sin previo aviso. Entró sin llamar porque la puerta estaba abierta y, al ver el espectáculo lamentable que se estaba produciendo en la oficina, se sentó en un sitio apartado y redactó mi baja voluntaria y la de otros tres compañeros míos.