Me levanto de la cama. Miro mi rostro macilento y ojeroso en el espejo del cuarto de baño. No se me ocurre nada. No puede ser. Me lavo la cara con agua fría y noto el reguero que cae por mi cuello hacia el pecho mojando la camiseta con la que me acosté. Me revuelvo el cabello. Vuelvo la vista hacia la habitación. Miro el reloj despertador entornando los ojos para poder ver en la oscuridad. Son las cuatro y diez. Recuerdo la canción de Luís Eduardo Aute. Vuelvo a la cama. Miro el techo en la oscuridad y, al cerrar los ojos, me imagino a mi mujer sentada en un bar mientras la miro desde fuera, bajo la lluvia, a través del ventanal. Está con otro tipo sentada a la mesa. Abro los ojos. Nada. Giro hacia ella. Miro a mi mujer dormir plácidamente. Giro de nuevo. No puedo dormir. Ayer no tomé café porque llevo sin dormir tres días y desde ayer he decidido no tomar café. Me pongo boca abajo. Ahora me veo de pequeño paseando de la mano de mi padre yendo al fútbol… Nada. Vuelvo a levantarme de la cama. Miro desde la puerta de la habitación y vuelvo a entornar los ojos. Miro el reloj otra vez. Son las cinco y veinte. Me voy al salón. Estoy absolutamente bloqueado. Cojo una hoja de papel y un bolígrafo de publicidad de alguna malsana caja de ahorros. Intento hacer un «brain storming». Arrugo el papel y lo tiro a la papelera. Son ya veintitantas las bolas de papel que yacen inútiles en el cubo. Las he contado. Me vuelvo a tumbar en el sofá. Cierro los ojos.
Me despierta un suave beso de mi mujer. Estoy totalmente desorientado. Me levanto en el sofá y no recuerdo cómo llegué hasta aquí. Venga, Emilio, me dice mi mujer. Vamos a desayunar que son casi las seis y media y tienes que ir a trabajar. Me ducho rápidamente y me tomo un vaso de cola-cao bebido mientras voy comiendo unas magdalenas por el descansillo. Salgo a la calle con la boca llena. Todo está oscuro. Como mi cerebro, pienso, vaya metáfora más idiota. Voy al tren sin mirar a nadie. Estoy mirando para adentro. Buscando en mis recuerdos. Vagando por mis vivencias a ver si así se me ocurre algo. Intento escuchar las conversaciones fugaces de gente que pasa por mi lado, pero nada. Cojo la libreta y vuelvo a intentar hacer una lluvia de ideas a ver si el metro me inspira. La inspiración está en los lugares más insospechados. Pero, para que te llegue la inspiración, tienen que darse otros factores: por un lado, tienes que estar escribiendo y, por otro, tienes que ser un genio. Yo estoy muy lejos de ser un genio.
Picasso decía, al respecto de la inspiración, que tenía que sorprenderte mientras estabas trabajando. Tchaicovski, por su parte, afirmaba que la inspiración era una virtud que huía del perezoso. De modo que si los grandes genios, que sí tenían inspiración, por supuesto, decían que ésta debía de ser conjugada con trabajo. Yo, que no llego ni a la altura de la sombra del zapato que mancha de betún el camino por el que ellos pasan, tengo que escribir más todavía. Porque, si bien eran de los mayores genios que han dado la humanidad, no dejaban de escribir buscando una inspiración. La musa no se acerca por la espalda mientras duermes y te despierta susurrando a tu oído una idea genial sobre la que trabajar tu relato, tu cuadro o tu sinfonía. La musa, en cambio, se acerca por detrás de tu hombro y te alerta de una idea plausible que se insinúa sobre el folio, o la pantalla, en la que estás escribiendo.
Pero también hay genios que de una nimiedad hacen grandes obras de arte. Por ejemplo, John Lennon se inspiró en un dibujo de su hijo Julian para escribir la canción «Lucy in the sky with diamonds». Hay quien dice que ésta habla del LSD, acrónimo del ácido lisérgico, que era, junto a la marihuana, la droga preferida por los hippies de los años sesenta. Prefiero creerme la versión del dibujo, me parece más realista. Pues bien, según cuenta el propio Julian, en una entrevista que le realizaron. Tras estar trasteando y jugando con su amiga Lucy en la clase de pintura del colegio, hizo un dibujo que tituló como después se titularía la canción y se la llevó a su padre. Tenía, el niño, la sana costumbre de enseñarle a su padre los trabajos y dibujos que hacía en clase y se los explicaba a su padre. Á‰ste apuntó en su privilegiado cerebro el dibujo del niño y observó divertido que las siglas que formaban el título elegido por su hijo eran: «LSD». De modo que, del simple dibujo de un niño, surgió una canción maravillosa y todo un mito acerca de un genio que decidió jugar con la ambigÁ¼edad del título decidido por su hijo para el dibujo hecho en clase.
En mi caso, como en el de otros muchos osados que pretendemos juntar más de dos palabras creyendo que hacemos algo parecido al arte, soy incapaz de solventar mi bloqueo. Hay quien dice que la solución es escribir sin parar; no dejar de escribir. Cuanto mayor sea el bloqueo, menos debes dejar de trabajar. El problema es que, normalmente, cuando alguien tan mediocre como yo escribe algo casi mecánico, acerca del bloqueo o lo que sea, nunca queda nada, no ya bueno, ni siquiera legible. Pero bueno. El caso es que he sobrevivido a este bloqueo gracias a no dejar de teclear. Espero sus opiniones al respecto.