AgustÃn Fernández era un niño atÃpico, bajito y orejudo, no acostumbraba a salir a jugar con los otros niños por miedo a que se metieran con sus defectos fÃsicos y se pasaba todo el dÃa en casa, atendiendo el negocio familiar de su madre, haciendo pasar a las visitas y organizando las citas previas.
HacÃa ya tres años que habÃa dejado de ir a la escuela porque su madre no se podÃa permitir contratar a nadie y como ella decÃa ‘¡qué mejor escuela que la calle!’. Aún asà y como siempre habÃa sido un niño muy espabilado, sabÃa leer y escribir perfectamente e incluso sumaba y restaba sin equivocarse, y si lo hacÃa siempre era a favor de la casa, nunca en contra.
AgustÃn Fernández soñaba con viajes imposibles al centro de la tierra, o con dar vueltas por el mundo en no más de 80 dÃas, mientras leÃa una nueva novela de Julio Verne, su autor preferido, su obsesión. A la vez atendÃa una llamada telefónica:
– ¿Mañana a las ocho? Ningún problema Sr. GarcÃa, le anoto para esa hora, ¡qué pase un buen dÃa!
A la hora de comer su madre no recibÃa ninguna visita y siempre comÃan juntos en el saloncito junto a la terraza de adoquines. Allà reÃan con las historias de su madre y soñaban con los viajes de AgustÃn, los dos juntos sin nadie que los molestara. De su padre nada se sabÃa desde un dÃa de San MartÃn de cuatro años atrás.
Siempre habÃa más trabajo por la tarde que por la mañana, aunque AgustÃn Fernández desconocÃa la razón y su madre nunca se lo aclaraba: ‘asà tiene que ser, AgustÃn’, por lo que solÃa haber un grupo de hombres, siempre hombres, aguardando su turno, y AgustÃn hablaba con ellos:
– ¿Qué tal su esposa, Sr. Antón?
– Bien, bien, hijo. Pero que no se te olvide que cuando nos veas en el mercado tienes que actuar como si no me conocieras.
– Descuide Sr. Antón.
AgustÃn Fernández no sabÃa porque no podÃa saludar a ningún cliente de su madre fuera de la casa. Todos insistÃan en ello y él nunca se atrevió a preguntar por miedo a molestar.
AgustÃn Fernández tampoco sabÃa a lo que se dedicaba su madre, anotaba las citas, cobraba a los clientes, 50 euros si era una hora, y 20 euros extra por cada quince minutos adicionales, y les atendÃa con amabilidad, pero nunca supo cuál era el negocio familiar, y su madre no parecÃa muy entusiasmada en contárselo.
Pero un dÃa se armó de valor y se lo preguntó:
– Mamá, ¿a qué te dedicas? ¿Qué es lo que les vendes a los clientes?
– AgustÃn, ya te he dicho que no es nada importante, yo sólo les vendo lo que ellos quieren.
– ¿Y qué es lo que ellos quieren?
– Quieren cariño, del que sólo puede dar una mujer.
– Pero todos están casados, ¿no se lo puede dar su propia mujer?
– SÃ, pero ellos buscan otro tipo de cariño.