El castillo de Bran es uno de los lugares más visitados de Rumanía. Situado en la frontera entre Transilvania y Valaquia, se dice que sirvió de inspiración a Bram Stoker a la hora de describir la morada de su inmortal personaje -nunca mejor dicho- el Conde Drácula. De tal vinculación se ha extraído tradicionalmente otra que los historiadores ya se han encargado de desmentir: la de que fue este castillo residencia del príncipe valaco Vlad Draculea, personaje histórico en el que seguramente se basó Stoker al idear al protagonista de su novela. Al parecer, el cruel Vlad no pasó más que unos días guarecido en la fortaleza durante la ocupación otomana de aquellas tierras.
En cualquier caso, el mero hecho de que tan singular construcción inspirara al novelista irlandés al componer el lugar de residencia de su vampiro, ya le inocula una innegable fascinación. Recorrer sus pasillos y estancias, sentarse junto al pozo que preside su patio interior, divisar a través de sus vanos el paisaje montañoso… Son todas ellas experiencias que, pese a la compañía de los turistas, pellizcan el corazón del lector o el cinéfilo que se aventura a poner el pie en tan legendario suelo. Y sospecho que la aventura puede llegar a ser considerada tal si la visita se acomete al anochecer y en soledad. Yo la hice tres años atrás, pero a plena luz de un día estival y en compañía de amigos. Aún así, cuando me alejé del grupo para acercarme a una puerta secundaria que se abría en el risco sobre el que se alza el castillo, al recibir a través de su quicio un soplo tan gélido que helaba el alma, pude sentir, apenas por un instante, ese pálpito de terror del que curiosamente goza el cobarde.
Prometo volver a rondarlo, esta vez solo y cuando caiga el sol. Y es que la experiencia de lo sublime, en lo tocante a lo siniestro, requiere de soledad y tinieblas. Que así sea.