Entonces, se construyó un cenotafio, alguien lo mandó construir, alguien diseñó las obras, alguien las coordinó y alguien las ejecutó, pero al terminarlo, al concluir el cenotafio, nadie parecÃa recordar el nombre del homenajeado.
Todos se miraban desconcertados, preguntaban aquà y allá, unos a otros, rebuscaban en las hemerotecas, indagaban en lo más profundo de su memoria, pero nada, nada de nada, sólo el olvido.
Un olvido que se apoderaba de la esencia atemporal del monumento y deshacÃa su significado condenándolo al misterio más intangible, un misterio repleto de cuestiones por resolver, la principal: el cadáver.
HabÃa que encontrar un cadáver, habÃa que localizar a un fallecido, alguien que hubiera perdido su vida en el pasado, alguien con la suficiente enjundia como para justificar un monumento de tamaña envergadura.
Las familias de postÃn se disputaron el privilegio, todas tenÃan un primo, un abuelo, un tÃo-abuelo o un hermanastro de ideologÃa que habÃa hecho esto o aquello, que habÃa aportado algo a la vida, de los demás se entiende.
Pero el acuerdo no llegaba, nadie cedÃa, todos tenÃan razón, ninguno la compartÃa, encendieron la llama del odio fraternal y combatieron arma en ristre por una memoria que todos decÃan defender.
Fue imposible determinar el número de bandos que combatÃan, venÃan por el este y por el oeste, por oriente y por poniente, por el norte y por el sur, por aquà y por allÃ, por el pasado y por el futuro, cientos, miles, millones de proyectiles inocentes con origen por determinar.
Todo terminó un 20 de noviembre de algún año, cualquiera vale, cualquiera sirve, un dÃa normal en el que el odio se disipó tras un nubarrón de concordia que se sustentó sobre el olvido.
Y, entonces, la decisión pareció clara, el cenotafio serÃa dedicado al olvido.