El cronista de la desgracia trabaja por puro gusto a la querella, pero el muy hijo de perra, además, recibe una jugosa comisión por cada línea denigrante que firma, el allanamiento es la morada donde reside su modus operandi, presencia la catástrofe humana desde su mismo epicentro y, cuando se aburre de la función, bosteza, se sacude, y da la espalda al espectáculo para sentarse a describirlo y cuestionarlo con nervio afinado, y, como si de veras se hubiera dejado el alma en la salvación del hombre, cobra caro.
Es bien sabido que para convertirse en un buen cronista de la desgracia se debe ser mala cabeza de vocación, los tipos frustrados y solitarios, proclives a sufrir perturbantes neurastenias, abundan en esta rama de la literatura, que se distingue porque las hojas de sus libros no huelen a inmensidad como el resto, sino a cagadero. No obstante, algunas obras tienen un gustillo acibarado muy adictivo por singular que se lleva bien con la cerveza de barril y las drogas duras. Mente ávida de una realidad que la trastorna, encuentra exclusivamente lo que busca, que es, casualmente, lo que nadie más ve.
El oficio es fácil mas no simple, sufrir penas ajenas y después trascribirlas al papel, no es arriesgado, no es emocionante, no es decoroso, no es delicioso, pero alguien tiene que hacerlo, y para eso está el cronista de la desgracia, quien, por morder la mano que le da de escribir, quizás no reciba abrazos ni aguinaldos en navidad, si hace bien su trabajo, es seguro que no, pero en cambio le llega un montón de inspiración para sus próximos relatos. Desapropia sus miserias y las miserias ajenas hasta el grado de hacerlas parecer historias de nadie, abomina cada producto nuevo que pone en los estantes mas no por ello rechaza los premios, reconocimientos, becas, viajes, estupefacientes, que la pieza le acarrea.
Cabe señalar que los autores de este género persiguen la calamidad de sus semejantes cuidándose mucho de la propia, y sin embargo, a modo de peripatético revés poético, su principal punto débil es la alegría.