El deseo de ser madre sólo cobra verdadero sentido desde la ausencia involuntaria de la maternidad porque quien puede, tiene, y quien no puede, desea. Un deseo que fagocita cualquier otro sentimiento para convertirse en un objetivo vital que, desde lo imposible, extrapola una frustración permanente que torna en angustia existencial sin una solución real.
Aquellas madres que sí lo son, antes o después del deseo de serlo, no comprenden el sentimiento y abundan en el dolor ofreciendo sus recién nacidos a la madre que no lo es, después del deseo de serlo, sin llegar a entender jamás que la ilusión momentánea por tener un niño en brazos se evapora en el mismo instante en el que la conciencia, maldita conciencia, recuerda a la madre, de deseo que no de hecho, que nunca podrá disfrutar de esos momentos en toda su extensión.
La madre que desea serlo y no puede entra en un bucle depresivo intermitente que se activa unos segundos después de disfrutar de la compañía de otros niños, niños de otras madres, y se desactiva con las soluciones alternativas, aunque parciales, que la sociedad ha sabido encontrar para un paradigma de frustración de tamaña dimensión. La adopción o la subrogación consiguen recubrir el sentimiento de un halo de inexistente volatilidad, de latente frugalidad sentimental, suficiente para la supervivencia pero no para la plena felicidad.
Sólo una madre que no puede serlo entiende su deseo y su frustración, el resto intuimos, imaginamos y elucubramos pero jamás llegaremos a comprender la esencia misma del sentimiento, por ello deberíamos aceptar nuestra limitación y apostar por la empatía pasiva, aquella que cede el protagonismo sentimental a quien lo merece, en lugar de redundar en una búsqueda de soluciones inexistentes que no hacen sino socavar la integridad moral de quien más queremos.
