Era un día de julio cualquiera, puede que fuera como hoy, un día 8, o puede que no, realmente no importa, hacía calor, eso sí, aunque tampoco podía ser de otra forma, y de fondo sonaba una canción, pudiera ser Kid Rock y Sherryll Crow, pero pudiera ser que no, tampoco importa.
El folio en blanco digital aparecía en la pantalla del ordenador aguardando palabras que no llegaban, ideas que no surgían o tramas que desencadenaran los más brutales sentimientos, pero la mediocridad seguía golpeando al escritor que no escribía con su cruel mazo.
Los sueños reconvertidos en delirios de grandeza destrozados por la cruda realidad regresaban cada noche ante la llamada del escritor que no escribía, pero una vez despierto, una vez dejada atrás la vigilia intelectual, en el momento de la verdad, cuando el folio, insaciable e incansable, clama por algo que llevarse a la boca, la mediocridad volvía a aparecer y nada más que fatuas palabras de manual barato salían de la yema de sus dedos.
El escritor que no escribía fingía estar ocupado para no escribir, pero no era la falta de tiempo, sino la falta de talento la que retenía sus palabras en realidad. Zambullido en las loas ajenas de compasión y en seguir aferrado a una obsesión recalentada por los años, se limitaba a imitar fórmulas de las que conocía su éxito para evadir la responsabilidad de aceptar su fracaso, su fracaso como escritor.
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