Cuenta una antigua leyenda de los países nórdicos, que un espíritu procedente de una lejana galaxia del universo, vino a la tierra y se instaló en la región del Norte, en lo que hoy se conoce como la península escandinava, para repartir aquello de lo que los seres humanos no pueden prescindir: paz, amor, armonía y alegría.
Cada año, la humanidad se entrega generosamente a los brazos de esta tradición pagana, que ha sustituido radicalmente el sentido cristiano de estas fechas. Sostenida por corrientes de la tan influyente corriente «Nueva Era», la conmemoración del nacimiento de Cristo ha dado paso a una creencia afectiva y epidérmica en la que los hombres, por unos días, quieren hacerse más buenos.
Todos esperan que aparezca, e invada el corazón del mundo de una curiosa experiencia sentimental, sin la cual no es posible celebrar esas fiestas que ya no sabe de culturas ni de creencias, porque alcanza a toda la humanidad con la misma intensidad.
A partir de aquí, la Navidad es entendida y valorada por la mayoría de las personas como esas fechas entrañables en las que todos debemos humanizarnos un poco más, ser más solidarios y comprensivos, perdonar las ofensas y arrancar de nuestro corazón los odios, rencores y rencillas.
Por eso hay personas que dicen que no les gusta la Navidad porque parece que indica cuándo hay que ponerse amorosos, acogedores y ser buenos. Algunos dicen que la Navidad les trae a la memoria el recuerdo de las personas queridas que ya murieron y su ausencia en estos días les trae dolor y les entristece. Y todo, provocado por una experiencia que nada tiene que ver con el acontecimiento cristiano, que no tiene otra función que adentrar al hombre en la dinámica de la experiencia de la salvación, que culmina con la Resurrección del Dios encarnado.
Lo que más sorprende de esta celebración es que también los cristianos se han sumado a la vivencia del «espíritu de la Navidad», dejando de lado el sentido genuino de una experiencia que, lejos de ser superficial, es capaz de transformar el corazón del hombre a través del encuentro personal con la figura de un Dios hecho hombre.
La pregunta que surge de aquí es la de por qué, incluso los cristianos, se sienten más atraídos por esa corriente pagana de unas fiestas de invierno que por lo verdaderamente esencial del mensaje cristiano, porque, no nos equivoquemos, el «espíritu de la Navidad» no es el «Espíritu de Dios».
Es mucho fácil reservar unos pocos días del año para vivir las actitudes fundamentales del Evangelio -aunque sean superficiales-, que el compromiso de por vida, nacido de la conversión por el encuentro personal con Jesucristo.
Y si nos fijamos con detenimiento, los valores que desde esta tradición pagana se intentan vivir en Navidad, son tan frágiles a como inexistentes en el resto del año. Se habla de amor en general, de armonía, de paz, de alegría, pero ni se menciona el compromiso por la justicia, ni el cambio de mentalidad ante actitudes que son las que provocan los grandes desajustes de la humanidad.
El amor cristiano es más que una efusión de buenos sentimientos a flor de piel. El amor de Jesús que todo cristiano quiere hacer suyo, pasa necesariamente por la denuncia profética, por la fidelidad, por el amor a los enemigos, o por poner la otra mejilla en medio de las persecuciones.
Evidentemente, es mucho más fácil y tranquilizador para la conciencia dejarse embaucar por el «espíritu de la Navidad» que por el «Espíritu de Dios» que nos lanza al encuentro del otro desde otras actitudes más profundas, que seguramente provocan menos «mieles», pero son más auténticas y evangélicas.
El «espíritu de la Navidad» es un cuento de hadas, y la Navidad cristiana no es un cuento, sino la verdadera historia del Dios hecho hombre.
En realidad, la celebración de la Navidad debería rompernos a jirones el corazón, si nos dejamos interpelar por el mensaje del Evangelio. Si, por lo contrario, nos coloca en nubes de algodón para maquillar el dolor y la injusticia del mundo con sentimientos de azúcar y turrón, entonces es que el «espíritu de la Navidad» ha entrado con prioridad en nuestra vida, antes que la espada de doble filo que es el Evangelio de Jesús.