No suelo irme de vacaciones en Agosto. No me gusta. Hay que tener en cuenta que Madrid, mi ciudad, se despoja del traje gris del estrés y la prisa y se convierte en un oasis de asfalto transitable, respirable y admirable. Soy un enamorado de mi ciudad. La denostada; la injustamente insultada; la incomprendida. Madrid es la ciudad cosmopolita y acogedora por excelencia. De hecho, muchas de las críticas que recibe vienen por su falta de tradiciones propias. Unas tradiciones de las que, no carece sino que, al acoger a todo el mundo, hace suyas las de todos sus visitantes haciendo un maravilloso ejercicio de fusión cultural. De modo que hay madrileños de Caracas; madrileños de Beirut o madrileños de Berlín. Me tiene absolutamente entregado.
Esto no significa que sea incapaz de embriagarme con la belleza de ciudades como San Sebastián, Salamanca, Sevilla o Granada, por ejemplo, ciudades que me siguen fascinando como en mi primera visita. Significa que Madrid es mi ciudad. Nada más. Que, si bien en invierno es una ciudad áspera, dura, estresante, cruda y complicada. En verano es, como digo, un oasis de calma que ofrece a sus visitantes sus más pausadas vistas. Sus calles me absorben y me renuevan. Su historia me apasiona. Me llena de orgullo matritense pasear por el barrio de las letras y pensar que allí vivieron, casi al mismo tiempo, las más insignes glorias de la literatura española, por poner solo el ejemplo más típico. Hubo una época en que confluyeron por sus calles maestros de la talla de Góngora, Lope de Vega, Cervantes o Quevedo.
Pero Madrid en verano es un oasis de asfalto en el que se puede escuchar el olvidado trino de los pájaros. En el que el ritmo arrebatador y acelerado de los días laborables ha dejado paso a la calma sudorosa y calurosa de un desierto de asfalto. Se escuchan desde lejos los pasos y las voces más variopintas de los visitantes. Atisbas grupos de forasteros, cámara en ristre, haciéndose sudadas fotos, no sólo en el monumento típico, sino en lugares en que ni siquiera habías reparado que pudieran ser pintorescos. Haciendo equilibrios extraños en poses imposibles y pidiéndote que les hagas una fotografía. Los instrumentos de los músicos callejeros están silenciados ahora cuando, paradójicamente, serían escuchados con verdadera atención por los pocos transeúntes.
Mientras paseo, noto las miradas de los camareros de los locales que aún permanecen abiertos. Unos camareros que muestran su desgana apoyados en las paredes y estrujan un cigarro entre sus labios con profesional prisa, mientras observan si alguien entra en sus establecimientos. Mientras, sigo paseando obviándolos, mirando a lo lejos, sin prestar atención a nada concreto. Me dejo vagar por las venas grisáceas de mi ciudad. Olvido mis penas y evado mi mente. Vacío mi cerebro de los recuerdos de la realidad que nos rodea; de la política que nos defrauda y de la incultura, el mal gusto y la vulgaridad que nos inunda. Ignoro programas que confunden a sus seguidores haciéndoles pensar que lo zafio es sinónimo de moderno. Me dejo llevar por sonidos y olores olvidados o añejos. Que me trasportan a paseos veraniegos por mi ciudad de la mano de mis abuelos. Por la ciudad abrasadora, sudorosa, febril y hermosísima. Dejo vagar mis recuerdos por mi ciudad.
Mis paseos proliferan por las avenidas solitarias. Cuánto más solitarias, mejor. Están tan vacías que hace que me sienta como Eduardo Noriega en la película «Abre los ojos» de Alejandro Amenábar, cuando deambula por una Gran Vía desierta. Dejo guiar mis zapatos sin rumbo por la ciudad vacía, dejándome llevar hacia donde las sombras dirijan mis pasos. Mientras voy posando mi mirada en cada olvidado rincón. Aquí y allá. En cada lugar que llama mi atención detengo mi mirada. Continúo embebido por la belleza de sus magníficas fachadas. Asombrado por paisajes urbanos desconocidos en época de estrés y prisa. Que pasan como brochazos indefinidos de colores. Parajes ilocalizables entre el gentío, el ruido y la locura. Dejándome inundar por los coloridos aromas de sus jardines y parques. Deslizando mi mirada por los escaparates de las librerías. Entrando en librerías de antiguo que me trasladan a otro mundo, a otra realidad. Aspiro el aroma a libro antiguo, a clásico, a verdades inmutables.
Lamentablemente toda esta calma dura unos pocos días. Quizá podamos unir a días sueltos de junio y la segunda quincena de julio, el mes de agosto y la diáspora madrileña que se produce en épocas muy concretas, como puentes o Semana Santa, pero poco más. Y, si bien ese sueño es efímero y pasa veloz, el poso dejado en el alma de quien lo ha vivido y disfrutado, no lo abandonará jamás. Haciendo que te enamores sin remisión de mi ciudad. De Madrid. Del oasis de asfalto. Un oasis sudoroso de calma que, como digo, se desvanece ante tus ojos a medida que va acercándose septiembre y el dorado otoño. Las noches van haciéndose más refrescantes de modo casi imperceptible y, finalmente, sin saber muy bien cómo, el sueño deja paso al brumoso y refrescante despertar. Los sonidos de la ciudad vuelven a ir subiendo de volumen y el trino los pájaros pasan a ser un recuerdo cada vez más lejano. Empiezan a teñirse de ocre los árboles de mi calle, la tristeza regresa y comienza a llover. Pues ya llegó de nuevo a mi ciudad el final del verano.