Dejen prendida una luz, volveré
Era un graffiti apresurado sobre una blanca fachada de un pueblo en donde la seguridad se buscaba en la huida. En escaparse y echarse al monte en busca de otras tierras y otros pueblos, en donde vivir en libertad no fuera un acto revolucionario.
Desde tiempos inmemoriales, en nuestro hemisferio, se celebra en estos días el solsticio de invierno. Las noches más largas del año que se vivían en torno al fuego, aguardando la aurora con el astro que sostenía la vida.
Cada cultura y cada mezcla de civilizaciones trataban de acomodar sus tradiciones cambiando nombres, gestos e historias que se rememoraban junto a la lumbre; como se remueven los rescoldos del fuego bajo las cenizas, que permanece y que hay que saber cuidar.
En mi año sabático, al cumplir los 60 años, y 25 de docencia en la universidad, visité muchos pueblos de África en un peregrinar por tierras animadas por tradiciones diversas. Los colonizadores se empeñaron en “clasificarlos” con fronteras inverosímiles en 50 estados. No eran los pueblos ni sus riquezas culturales lo que interesaba a las metrópolis europeas, sino delimitar los espacios para distribuirse las riquezas materiales y humanas para explotarlas, calificándolas de recursos. ¡Cómo si pudiéramos delimitar el cielo, contar las arenas del desierto o recoger a cántaros los océanos! Los límites sólo existen en nuestras mentes.
En el pueblo gueré cambiaron mi nombre por el de Nesemu, que significa “el fuego no se extingue”.
Lo llevamos dentro como luz, calor y vida; pero no deslumbra si sabemos cuidarlo, bajo cenizas, con pequeños hechos combustibles, como si fueran ramas. O resinas, incienso o mirra.
Ese motor de nuestro vivir diario permanece en sintonía con la energía del cosmos, que todo lo invade y sostiene. Aunque parezca vacío, está lleno de vida y de armonía, de la misma sustancia que sostiene todo cuanto existe y lo que ha existido y existirá. Aunque tarde millones de años en hacerse perceptible, en forma de algo que llamamos lucero o estrella y que puede que haga millones de años que se ha transformado en otras formas
Por eso se puede celebrar como Nacimiento, bajo cualquier forma, hasta la de un dios avatar de lo inefable. ¿Qué más da? Nace Dios en cada persona que se entrega a los demás, que trata de comprender pero que, aún sin lograrlo, acoge.
Comenzando por uno mismo como realidad más cercana, hasta caer en la cuenta de que nadie es más que nadie ni nada vale más que nada. Que todo cuanto existe y lo que es conforman una realidad que nos supera, y ante la que nos postramos celebrándola como misterio. De ahí las danzas, las ofrendas, los cantos, los ritos.
Todo está animado, hasta las rocas y los metales, los animales y las plantas, las galaxias y el silencio que vibra en nosotros y en todas las cosas. Mientras dormimos o cantamos, mientras comemos o lloramos, mientras gozamos o nos inclinamos bajo la fuerza del huracán, como hace el junco ante la riada.
Todo tiene sentido y, al igual que el río, no tiene necesidad de que lo empujen. Como las cuerdas de un laúd, ni tan firmes que se rompan ni tan blandas que no suenen.
Pero, en nosotros, que sepamos, hay algo que llamamos mente y que es causa de no pocos sufrimientos. Hemos inventado nombres como cuerpo, alma, espíritu, psique, memoria, energías, potencias… pero no son sino aspectos de una misma realidad real. Nuestro error consiste en tratar de apresarlas, de dominarlas para servirnos de ellas en nuestro desarrollo o crecimiento.
Un día, “caemos en la cuenta” de que todo compone una realidad que nos sostiene. Y que así como somos, la virtud más eminente es hacer sencillamente lo que tenemos que hacer. Con errores y logros, con risas y lágrimas, con fuerzas y debilidades. Que no existe destino que determine nuestro vivir. Ni dioses caprichosos que nos gobiernen.
Tres cosas nos suceden: nacer, vivir y morir. No sentimos los primero, sufrimos de morir y nos olvidamos de vivir. Aquí y ahora, conscientes de que vivir hasta morir es vivir lo suficiente. Y que la citada mente es un producto emboscado en nuestro crecimiento.
De ahí que todos los sabios nos animen a la sencillez de ser nosotros mismos.
Debemos alimentar el fuego, respirar y dejarnos afectar por las cosas, por las gentes, por las transformaciones, por el ritmo que preside la armonía, la justicia y la alegría de compartir. En estas “noches buenas”, que se reproducen sin cesar, la consigna es el agradecimiento, la celebración y sentido del humor para adecuar nuestra actitud a esa música callada que no hemos elegido y de la que sólo podemos ser solidarios.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS