En la construcción de la poesía como edificio social –la huella del significado-significante realzada en la perspectiva de la cotidianidad- hallamos diferentes medidas. Unas son portadoras del excesivo empeño en protagonizar variantes líricas sumidas en el concepto; otras aluden al determinismo de la estética como bien inmaterial. Son las menos las que se encauzan por el camino menos transitado y, por consiguiente, sin localización definida ni ruta conocida. Hablamos, en ese caso, de la pulsión del signo y su búsqueda como estado poético.
En «El fuego que no se extingue»–“frágil volumen”, como lo define el propio autor- percibimos que la intermediación del tiempo obra como envolvente e “infeliz melancolía”. Hay un empeño en desandar lo vivido: “Traigo la íntima noche, / siempre refugio claro de mi sombra, / y el deseo impaciente del retorno, / como el agua del mar” ” no como reprobación, “Todo en mí se redujo a la melancolía / que me ha envejecido desde los catorce años”, pero sí como viaje emocional, al que el poeta nos invita a adentrarnos en la etapa vital en la que se percibe y siente con más intensidad la orfandad del mundo. Tal vez por ello ese protocolo de intenciones que para el lector se aconseja en Poema para microondas, “Llegue a casa y descálcese. / (…) Mientras se toma el té / (o la infusión, ni importa) / lea cada poema de este frágil volumen. / Es importante”. El tiempo se consume y la espita de la evocación es un anhelo que descarga su aliento de ceniza, “Tuvimos amigos pasados los años que tanto / ganaron con fe y humildad / (…) En esta melange tan carnavalesca, crecimos, crecemos … y llega el final”. Quizás sea en Plaza Nueva donde el lirismo retiene su mayor y mejor capacidad para arañar al destino con fiera y nostálgica convicción. La plaza es el corazón. Centro neurálgico de la posesión y la pérdida. El corazón y la plaza se miran hacia dentro para invitarnos al silencio recogido y escuchar nuestros pasos perdidos en el vértigo del día a día: “El reloj no da tregua, corazón de Lucena, / hastío en el estío, soledad del otoño, / las pisadas son vida, como hoja en el retoño, / como sangre en las venas”. La amistad se entrega en la plaza, en el mismo corazón. Deambula en los perfiles literarios que cruzan de un tiempo a otro las letras que les son comunes: “En diecisiete pasos te cruza Manuel Lara, / te convierten en décima Rivas y Antonio Cruz; / con su prosa creciente, como un vidrio al trasluz, / Julián Valle te aclara”
Manuel Guerrero Cabrera no sólo ciñe a sus labios la arruga del tiempo, sino que hace acopio de fortaleza en el amor, que es muro frente al inexorable fin:“Si preguntas el tiempo que nos queda, / probaré de tu cuerpo / las crestas de la sal / (…) pues este amor es tan fuerte / como la muerte”. El poso de lo definitivo es, sin embargo, efímero y familiar aroma: “Porque en tu ausencia dejas / el eterno perfume / de las panaderías”. Y es causa justa, sin titubeos ni cargos de conciencia. El amor es pleno y entusiasta poder de afirmación: “Que me perdonen / los sindicatos: / hoy no trabajo, / porque no tengo amor / en mis servicios mínimos” o lo convierte manjar exquisito “Dejo que el sol apruebe tu paciente blancura / para desayunarla al punto sin descanso; / entonces hay más luz, porque el alba procura / repetir que vivamos de amor otro remanso”. Al final de esta primera parte, Melange, el autor lucentino hace un guiño a una de sus pasiones: el gotan. Componiendo lo que el bautiza como Tangohaiku, “Tu nombre es eco / paredón y después… / lo que haya muerto”. En la segunda parte bajo el título de «El mismo loco afán» recoge poemas de sus anteriores publicaciones, «El desnudo y la tormenta» y «Loco afán». De esta última apunto el poema que, con personalidad propia y privativa, es clavazón de la herida que no cesa de manar en la ausencia. La muerte del amigo es un tajo: “Y se fue sin aviso como un rayo caído / que escoge ser oscuro tras dividir la noche” que nos parte en dos por ese mismo rayo que elige la oscuridad».
El amor por la literatura que Manuel Guerrero Cabrera alberga y expresa, no sólo en su faceta como docente, también por la intensísima actividad cultural y literaria que despliega en Lucena, su localidad de residencia, tiene su propio reflejo en esta obra en cuatro poemas –los numerados 12, 13, 14 y 15-, que contienen todo un principio sobre la escritura y la propia lengua. Es emocionante entonar “Cono ajutorio de nuestro dueno…”. Aún más, a sabiendas que en las investigaciones del profesor Antonio Carrillo Alonso -en referencia a su obra Fernando de Herrera, Góngora y Soto de Rojas: su relación con la lírica arabigo andaluza. Tesis del año 2005. Universidad de Sevilla-, colaborador de Emilio García Gómez, detecta y esclarece las preeminentes influencias arabigoandaluzas en la lírica del Siglo de Oro, que se superponen a las grecolatinas. Jarchas y zéjeles condensan el germen lírico cuya huella encontramos en las coplas del cante flamenco. No es de extrañar que en «El fuego que no se extingue», el vate de la comarca Subbética culmine con estos versos que cantan por si mismos: “¡Qué penita está brotando! / Porque lo vi con mis ojos, / besos te robaron / en la placita del Potro”.