En 1985 había una serie de televisión —Moonlighting— que sólo veías si sabías quién era Cybill Shepard. Exactamente: era la rubia que azotaba puertas y, por qué no, de vez en cuando también los cachetes de su coestrella, un actor no tan chico pero que a su lado se veía con dientes de leche.
El creador de la serie, Glenn Gordon Caron, era de los que no te recibía un “no” por respuesta. Ni por pregunta. Hacía lo que se le cantaba y después les doraba la píldora a los de la Cadena ABC. El primer “no” que se pasó por el forro fue el que acompañaba la contundente advertencia de la cadena para que ni se le ocurriera contratar al actor que él quería para el papel de David Addison, el número dos del dúo dinámico de Moonlighting. Á‰l fue y le hizo la prueba a Bruce Willis lo mismo… el resto es historia.
El segundo “no” que desoyó aunque las orejas le funcionaban una pinturita fue el que iba delante de la instrucción de usar sólo película a color. Desempolvó las viejas cámaras de B&N, se munió de una gruesa de rollos de celuloide y se largó a filmar un episodio llamado The Dream Sequence Always Rings Twice. Con ese título que parodiaba el de El cartero siempre llama dos veces, los ejecutivos de la ABC no sospecharon lo que el pichón de director se traía entre manos. Cuando vieron las latas de película ya reveladas, saltaron de sus asientos de cuero de vaca para tocar el plafón de sus oficinas esquinadas. Medio entre dientes, tuvieron que admitir que el hombre tenía huevos; pero de eso a permitirle mostrar en pantalla un episodio que olía a Raymond Chandler, se titulaba como novela de los años ’40 y no tenía ni pizca de color, había un trecho largo como tren de carga. Le advirtieron que tenía que asegurarle al televidente que su aparato funcionaba perfecto, y que lo dejara meridianamente claro en los primeros cinco minutos del capítulo, ni uno después.
El macizo Glenn tuvo una idea más buena que casarse con millonario viejo y solo: llamó al hombre que había hecho la película de películas en blanco y negro para preguntarle si aceptaría hacer un cameo de un par de minutos en Moonlighting, explicando a la gente que lo que iría a ver no era una pantalla defectuosa.
Para asombro de Caron, el hombre aceptó y se despachó el guioncito que le habían preparado con el mismo desparpajo de un vendedor de pelapapas: “En esta era de color puerta adentro y de sonido estéreo, el programa de televisión Moonlighting se atreve a ser diferente… así que agarren a la abuela, a los niños y al perro, enciérrenlos en el sótano, y siéntense a mirar”. Así comenzaba su pequeña participación en el show.
Lo que vio el público yuppie además de reaganista fue a un gordito sentado delante de un estante con libros, que explicaba a fondo el anacronismo de presentar un programa en blanco y negro en la cola del siglo XX, cuando ya nadie usaba esos dos colores como no fuera en un casamiento o en un funeral. En el estudio de filmación, la cosa se vivió de otra manera; mientras uno de los asistentes del director se maravillaba para sus adentros de estar viendo a un genio del cine, todos los demás chicos del equipo pensaron exactamente lo mismo y se fueron metiendo en el set, de uno en uno, entre las sombras. Lo miraron y escucharon con reverencia, en silencio, como se escucha el Claro de Luna o un solo de John Coltrane.
La guionista de ese episodio, Debra Frank, se hizo firmar una copia del guión con el gordito para regalársela a su madre, porque ese día —cuatro de octubre— la Mrs. Frank iba de cumpleaños. El viernes diez para ser exactos, el gordito que había aceptado explicarte, medio en serio medio en broma —siguiéndole la corriente al humor de la serie— el fenómeno del celuloide en blanco y negro ante un público que no tenía la más mínima idea de lo que él había hecho antes con esas dos opciones solas, se murió de un ataque al corazón en su casa de Hollywood, bien lejos de su pueblo natal de Kenosha, Wisconsin. Las cámaras de Moonlighting lo perpetuaron una semana antes hablando de lo que más le gustaba: filmar.
El gordito era Orson Welles.