La idea del nacimiento de la conciencia, primero individual y luego colectiva, era central en todo el pensamiento revolucionario. Estos elementos no son nuevos para la tradición marxista —la conciencia de clase y la falsa conciencia— ni para el humanismo en general, pero tampoco lo eran para la tradición amerindia. Quetzalcóatl representado como Dios de los Vientos, con una serpiente atravesada por una flecha (códice Borgia) simboliza el hombre atravesado por la flecha luminosa de la conciencia.
Pero si Saint Simon afirmaba que antes del cambio de la sociedad era necesario un cambio interior del individuo, el paradigma de los revolucionarios y de los intelectuales comprometidos de América Latina no podía sino entender lo contrario: el hombre nuevo debe nacer en una nueva sociedad, libre de la moral enferma de sus predecesores, sean éstos revolucionarios o no. El revolucionario, el individuo o la elite de vanguardia, se representaba a sí mismo como alguien que no puede deshacerse del peso de su tradición moral, pero ha alcanzado la conciencia de sus defectos y de los defectos de la sociedad que debe cambiar: la moral que reproduce la relación de opresor-oprimido, la moral del hombre lobo del hombre, propia de un mundo materialista, la moral del hombre del Renacimiento, del conquistador movido por la codicia y la deshumanización del capitalismo legitimada por la nueva tradición cristiana del calvinismo.
Para la cosmovisión amerindia, el problema central en este cuadrante era la desacralización del Cosmos por la caída del espíritu en el mundo material, y su causa histórica será la ambición del oro. El desprecio a este tipo de riqueza que impactó en los europeos lectores de Américo Vespucio y dio nuevo impulso al sueño utópico de los humanistas: una sociedad no organizada por la codicia de los bienes materiales, por los conflictos de intereses sino por la igualdad de sus integrantes y por la equitativa/justa distribución de los bienes comunitarios. Al decir del mismo Vespucio, un mundo epicúreo, no estoico. Para la cosmovisión humanista del siglo XX, y particularmente para la tradición marxista, el problema será la alienación del individuo, apartado del propósito de su acción social por el imperio del capital y las leyes del mercado.
La crítica al presente es una tradición que ya se encontraba en su plenitud con los filósofos ilustrados de la Era Moderna, pero era una crítica optimista que, con el positivismo del siglo XIX pasó a ser sólo optimista y con el arte y la filosofía del siglo XX terminó siendo sólo crítica. En Ariel (1900) J. E. Rodó retomó parte de la crítica aristocrática de Ernest Renán: “ni [con] la acumulación de muchos espíritus vulgares se obtendrá jamás el equivalente del cerebro de un genio”. Aunque Rodó defenderá el sistema democrático tal como lo entendía y practicaba él mismo, subscribe la objeción a la cultura moderna de sufrir la “tiranía insoportable del número”. El número, la cuantificación, serán representantes del diabólico mundo material, centro de la crítica y la visión cosmológica de Ernesto Sábato, medio siglo más tarde. En Borges, será un ejercicio más de su elegante ironía y de su perspectiva de clase (“la democracia es el abuso de las estadísticas”).
Pero la reacción contra la democratización como un mero proceso de vulgarización (vulgo, pueblo) era común en todo el siglo XIX. desde Karl Marx y Friederich Nietzsche hasta la reacción aristocraticista y arrogante de José Ortega y Gasset.
La primera parte de esta crítica, la crítica a los paradigmas fundamentales de la Era Moderna, de la cultura occidental, será retomada por Ernesto Sábato principalmente en Hombres y engranajes (1951). Coincidente con las observaciones de Nicolai Berdiaeff, Sábato entiende que el Renacimiento produjo en el siglo XX tres paradojas fundamentales: “[1] Fue un movimiento individualista que terminó en la masificación. [2] Fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina. [3] Fue un movimiento humanista que terminó en la deshumanización”. Estas tres paradojas, en realidad, se derivan de “una sola y gigantesca paradoja: La deshumanización de la humanidad”.
El origen del mal: el dinero y la mecanización. El hombre concreto ha dejado lugar al hombre-masa, “ese extraño ser todavía con aspecto humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima”. En concordancia con el espíritu del Ariel de Rodó, Sábato veía este tipo de sociedad, cuyo modelo era Estados Unidos, como el resultado de la desacralización de la existencia por una mentalidad utilitaria que todo lo cuantifica (ver Modern Times, Ch. Chaplin, 1936; La isla desierta, R. Arlt, 1937). “En una sociedad en que el simple transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que ‘el tiempo es oro’, es natural que se lo mida, y que se lo mida minuciosamente”. La sangre se ha convertido en mercancía. “No sólo se ha llegado a medir los colores y olores sino los sentimientos y emociones. Y esas medidas, convenientemente tabuladas, han sido puestas al servicio de las empresas mercantiles”. Esta cultura de la cuantificación produjo una “sociedad fantasmal, compuesta de hombres-cosas, despojados de sus elementos concretos, de todos los atributos individuales que puedan perjudicar el funcionamiento de la Gran Maquinaria”. Sábato atribuye a los mass media la tarea de completar la creación de este tipo deshumanizado, quien “al huir de las fábricas en que son esclavos de la máquina, entrarán en el reino ilusorio creado por otras máquinas: por rotativas, radios y proyectores”. “Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera con ansiedad, porque imagina la gran liberación de la rutina. Pero una vez más serán juguetes de una horrenda paradoja, porque la guerra moderna es otra empresa mecanizada. […] Y cuando [el soldado] muere por obra de una bala anónima es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre todos es llevado a una tumba simbólica que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido. Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa”.
El aforismo sobre el tiempo mecánico criticado por Sábato como prueba de nuestro tiempo de la barbarie (“antes, cuando se sentía hambre se echaba una mirada al reloj para ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si tenemos hambre”) es el inverso del observado por Américo Vespucio en 1504 cuando anotó que los habitantes del Nuevo Mundo eran bárbaros porque comían cuando tenían gana y no cuando era la hora de comer (Lettera).
Este fue también un elemento constante en la crítica de los escritores comprometidos con las diversas utopías en América Latina: la desacralización del mundo, la pérdida del espíritu, la muerte de la materia, las emociones calculadas para el mercado pero muertas en el individuo alienado, la risa artificial, el placer hedonista —no epicúreo— que termina en el suicidio intrascendente.
Pero ya sabemos que las utopías alternativas han fracasado. No porque fuesen malas o peores sino, simplemente, porque fracasaron. Como en los torneos medievales, el vencedor ha impuesto su verdad y hasta se la ha creído.