EL IGNORANTE
Contempló a la imagen que se reflejaba en las quietas aguas del estanque y le preguntó:
-¿Acaso soy un ignorante?-
La imagen le devolvió un líquido pensamiento:
-Ignorante es el que no quiere aprender-
Anselmo, reflexionando, se alejó de la orilla y entró en la casa para comer. Antes, quiso lavarse las manos. En el espejo se encontró con la figura al otro lado y pudo preguntarle:
-¿Acaso soy un ignorante?-
Del cristal surgió la respuesta en forma de destello:
-Ignorante es el que se cree sabio-
Mientras masticaba un bocado, las dudas pudieron a las certezas y en la copa de la que bebió se dibujó una silueta.
-¿Acaso soy un ignorante?- Susurró en voz baja
Con olor a tierra y a sarmiento, el vapor del vino le regaló dos mensajes:
-Ignorante es el que olvida que lo es-
-Ignorante es el que no tiene curiosidad-
¡Curiosidad! ¡Claro! ¿Cómo no lo había adivinado antes?-Se resignó.
Así, terminada la comida, Anselmo se vistió con el fulgor de la fe, decidido a interesarse por todo aquello que le rodeara, sin importar lo nimio que fuera. La primera curiosidad que tuvo consistía en el por qué sobre el largo coito de los tritones y a tal efecto consultó libros; guías; informes técnicos de naturalistas; pero no encontró nada. Nada que explicara la razón de los varios días de parada nupcial de aquellos animalillos que él mismo había podido comprobar. Quedó estupefacto y de nuevo las dudas llegaron para quedarse.
Si aún sintiendo curiosidad no podía dejar de ser ignorante, Anselmo optó por la penúltima respuesta y se propuso no olvidar nunca lo que era.
Al día siguiente, en una conversación de bar, los tonos en las voces ganaron decibelios.
-¡Puto ignorante!- El grito retumbó entre los parroquianos que se quedaron quietos a la espera de acontecimientos.
Anselmo apenas levantó la voz para su réplica:
-Ya lo sé, no me olvido-
Fueron tantas las risotadas y la chirigota a su costa, que a partir de entonces los amigos le llamaron San Anselmo. Á‰ste, recibió otro mazazo que noqueó su comprensión y no le quedó más remedio que probar con la segunda de las respuestas.
La ocasión de comprobar su validez vino el día que se coló en un acto de presentación de un escritor al que tenía en poca estima. En el turno de preguntas, Anselmo le espetó sobre una novela, que particularmente a él le había parecido una bazofia.
La gente se preguntó de qué demonios hablaba cuando le escucharon nombrar el título del libro y todos a la vez se volvieron a mirarle, incluido el autor, dejando flotar en sus miradas balizas de burlona piedad.
Más tarde se enteró, sin haber digerido lo ocurrido, que el libro que reprochó al escritor pertenecía realmente a un famoso autor del Siglo de Oro.
Desesperado, intentó recordar la primera respuesta que le dio el estanque pero no lo consiguió. Lo intentó muchas veces; demasiadas; hasta que al final se dijo, decididamente resuelto, que tenía que empezar a aprender desde el principio.
No lo supo, pero desde ese momento comenzó a ser un poco menos ignorante.