Hablar del concepto de imaginario cultural supone aceptar con benevolencia, desde un principio, que con esa terminología tan actual como imprecisa nos estamos refiriendo a todo lo que conforma la particular estructura esencial e identificativa de un conjunto social –de la Francmasonería, en este caso–, que a su vez es capaz de diferenciarlo de otros grupos distintos, concediéndole de paso un grado cierto y admitido de originalidad. El término cultura, por su parte, sabemos que hace referencia a la suma de elementos, conocimientos y costumbres que configuran el desarrollo de un grupo humano. De ahí que podamos afirmar que la Masonería tiene un potente y firme imaginario cultural.
Formando parte de este imaginario, estarían todos los elementos que la Masonería de hoy ha pretendido tomar como herencia de tiempos pasados: alegorías y símbolos, lenguajes encriptados (escritos o gestuales), signos, rituales de iniciación en la logia, docencia interna y una ética del ser y del estar. A veces, en ese digno afán por mantener las tradiciones, la asunción de alguna de ellas hace que los proyectos de actualización de la Orden caigan en crisis o realimenten polémicas dañinas para la imagen de la institución, pero es verdad que los legados de la historia conviene tenerlos en cuenta siempre. Sobre todo para no alejarse demasiado de las esencias.
Dentro del susodicho imaginario, hay dos cosas de importancia que no podemos dejar de mencionar: la pedagogía interna, por un lado, y el amor por la cultura. Ambas cosas se le suponen a la Masonería como irrenunciables componentes de su tradición y costumbres, y en teoría deberían conseguir la paulatina formación del individuo y un progreso en su grado de mejora integral como ser humano.
Es evidente que la Masonería histórica moderna y contemporánea, es decir, la de los siglos XIX y XX, ha tenido la cultura en los más altos y visibles anaqueles de su escaparate social. Cualquiera que conozca mínimamente la historia de la Francmasonería, sabrá que han sido muchos los intelectuales que han formado parte de sus filas a lo largo de estos tres últimos siglos. Llama la atención, sobre todo, los numerosos escritores que han vivido los ideales masónicos desde el interior de las logias; algunos de ellos, por cierto, primerísimas figuras de la creación literaria, incluso premios Nobel.
Fueron iniciados francmasones personajes tan apasionantes y valiosos como Lessing, Goethe, Schlegel, Alfieri, Jonathan Swift, James Thomson, De Amicis, Walter Scott, Rudyard Kipling, Tagore, Alexander Pope, EugÁ¨ne Sue, Carlo Goldoni, Tolstoi, Oscar Wilde, Salvatore Quasimodo, Victor Hugo, Carducci, Arthur Conan Doyle, Sthendal, Charles de Coster, Gabriel d’Annunzio, José Martí, Carmen de Burgos, Blasco Ibáñez, Clara Campoamor, Tomas Mann, y un largo etcétera.
No fueron masones, en cambio, algunos de los intelectuales y escritores que aparecen fichados como tales en listados de masones ilustres que publican de cuando en cuando algunas obediencias o logias, tanto en soporte de libros como en sitios de Internet. No fueron masones Samaniego, ni el Duque de Rivas, ni Espronceda, ni Mariano José de Larra; tampoco lo fue Fernández Flórez, Echegaray, Baroja, Juan Ramón Jiménez, Pérez Galdós, ni José Ortega y Gasset. Ni siquiera está probado en absoluto que lo fuese Antonio Machado; de hecho, que sepamos, no hay ninguna prueba documental que lo atestigÁ¼e o refrende.
Leyendo los nombres de los escritores masones, enseguida se comprende que estos personajes han sido, son y serán autores universales de relumbre excepcional. Por esta misma razón, habría que repasar con más cuidado esas referidas listas de masones ilustres, cuya credibilidad queda un tanto en entredicho. A la Masonería le sobra y le basta con los escritores que han pasado realmente por las logias, y no le hace falta añadir nombres con imprecisión en su particular olimpo literario.
Algo tendrá el agua cuando la bendicen. La Francmasonería posee un atractivo innegable para los intelectuales que llegan a conocer sus presupuestos teóricos. Esos ideales –naturalmente integrados en el imaginario cultural de la Orden–, están compartidos en principio por muchos seres humanos adecuadamente formados y educados; y son los mismos que impelen al escritor, buscador impenitente, a penetrar en los misterios de la Orden. Á‰sta, pues, ha de ser consciente de que el intelectual, el creador, busca en la Masonería lo que ya conoce previamente por libros y lecturas. El escritor pretende indagar en la práctica ritual para comprobar la veracidad de la teoría. Y anhela ser testigo activo de que la libertad, la igualdad y la fraternidad funcionan efectivamente en los talleres masónicos y no se reducen a hermosas y emblemáticas palabras ancladas en la revolución de 1789.
El escritor busca la logia y le tiene querencia porque ésta representa –se supone– una experiencia diferente y única, un sagrado mundo aparte, un templo limpio de miserias y egoísmos, un lugar donde honrar la cultura con libertad y en el que aún parece posible la predicada utopía del respeto y la fraternidad. Si no lo creyese así de buena fe, el intelectual no se acercaría nunca con el mismo interés a los umbrales de esta controvertida y peculiar institución.