El ladrón que no quería robar, de Lawrence Block
Lo que me contaron una noche y que ahora recuerdo no es ficción sino una realidad que, sin malabarismos literarios, se puede convertir en ficción., luego puede reencarnarse en verdad cotidiana y de costumbre como se dice en mi pueblo. Resulta que en un país cercano de cuyo nombre no me gustaría acordarme, un socialista importante, hasta fue ministro, aunque opositó tres veces a una plaza de inspector de alcantarillas, escuchaba los decires de un colega del partido conservador que también llegó a ministro. Y le comentaba el conservador: “Vosotros metisteis la mano en el cajón. Nosotros, nos llevamos el cajón con todo lo que tiene dentro y cuando se puede la mesa” Nada sorprendente de un señor exministro que por ser conservador considera que tiene gula.
Comento esta anécdota no con la intención de enjaretarme un artículo político, sino porque quiero escribir sobre un maestro de la novela negra norteamericana, buen sucesor de Shandler: me refiero a Lawrence Block, todo un tipo escribiendo. La novela a la que me refiero se titula: “El ladrón que no quería robar”, que es uno más de los varios títulos publicados en español para deleite de los amantes de este género, que además pueden agradecer que están editados en bolsillo.
Cuando en este país cercano, cuyo nombre me atormenta, los periódicos dedican una media de ocho páginas al problema de los separatistas, las tertulias en las emisoras de radios, no todas, son ofrendas a la reserva espiritual de Occidente, las televisiones, instrumento alienante que sólo enciendo para ver películas del oeste o policíacas, el mejor antídoto para luchar contra la presión del medio ambiente político y social es la novela negra, con sus misterios, crímenes, personajes y componendas. Y lo que más me llama la atención de Lawrence Block son los títulos de sus obras: El ladrón en el armario, que se metió dentro de él no por presencia del dueño de la casa, sino por llegar la dueña con un amigo. Los cacos no pueden elegir, El ladrón que citaba a Kipling, afición no muy usual en el gremio político, pero es que en este caso se trata de un curioso ejemplar del escritor inglés. Luego tiene otra que me levantó del asiento: El ladrón que leía a Spinoza, el de La Á‰tica, todo un filósofo judío holandés, que fue excomulgado por los rabinos y desterrado y muy mal visto en Roma.
Imposible olvidar: El ladrón que pintaba como Mondrian, aquí puede imaginar el lector que se trata del robo de un cuadro del genial pintor holandés, hurto y el hábil manejo de las tres cartitas con una buena copia, lo que resulta que al final ni el propio lector sabe diferenciar la copia del original. Lo que igualmente puede ocurrir entre la realidad y la ficción de los manejos políticos. Luego estamos ante un escritor de estilo directo, ágil y ocurrente, capaz de pegar al lector a la silla; mientras los políticos invitan a todo lo contrario, es decir, al deseo por parte del lector de enarbolar la silla con todas las de Caín. Es la diferencia entre estos del cajón y todo un buen discípulo de la mejor escuela norteamericana, los inolvidables tiempos de Shandler y Hammett.
De aquí que Block me recuerde tan sabrosos títulos, especialmente El ladrón que no quería robar, donde este maestro de la ganzúa, la incógnita y el humor, nos mete en un verdadero laberinto, que empieza como todas sus aventuras en su librería de viejo. Porque Bernie Rhodenbarr, también judío heterodoxo, nada de risitos, tiene una librería como tapadera y al mismo tiempo para pasarlo bien con sus clientes, naturalmente los clientes de una librería de viejo no son políticos de cajón ni tecnócratas de buena mesa y tarjeta Visa y contratos blindados. Luego advierto que si cualquier comparación puede resultar sospechosa, referente a eso de meter las manos o llevarse los cajones públicos, provoca asco, ira y desencanto, no ha sido mi intención.
(Del libro inédito “Crónicas cotidianas”