Nada nuevo: el hombre derrumbado como figura heroica.
Alejado del ideal heroico, casi divino, al que uno acostumbra en tanto a lo que a idealización personal se refiere; las gestas, las victorias, la fortaleza o la defensa de los valores morales por encima de todo y todos; el icono, el “superhombre” -o la “supermujer”-, ya no en términos nietzscheanos, sino como un humano que está por encima del propio humano, repito, sin alusiones nietzscheanas; esa persona que es más que eso, más que un concepto, más que un conjunto de conceptos, incluso más que una causa en particular; aquél o aquélla que hacen de sus pensamientos, palabras o actos el pensamiento, la palabra y el acto de cientos, miles, quizá millones de personas; no siempre asociado a la figura vencedora, pues raramente se llega a ganar una guerra, tan sólo se asciende en esta escala batalla a batalla, porque rara es la causa que caduque o cuyo fin no sea, en realidad, una finalidad; en definitiva, el héroe visto como esa persona que uno desearía ser, o, como mínimo, poder suscribir la adscripción a su ser, incluso si este ser es sólo una ficción que recoge los anhelos más primitivos; el poder, la grandeza, la felicidad, la justicia, el saber, la fortaleza individual y del conjunto; el reconocimiento, algo tan instintivo como la aceptación y sentirse importante.
En el polo opuesto la Historia del ser humano ha ido configurando al “antihéroe”, y no en el sentido de encarnar el mal o la causa a combatir; este icono no simboliza aquello por lo que el héroe debe luchar en virtud de su erradicación, sino que simboliza al hombre que cae, el hombre que tropieza, el que asoma al abismo y se precipita en él; el fracasado, el genio ahogado en sí mismo, talento y virtudes que se pudren, se deprimen, se contorsionan hasta el punto de simbolizar la decadencia, tanto individual como de toda una sociedad; el agotamiento, el tedio y el hastío, la soledad y la tristeza, la locura; el sufrimiento como factor común; biografías con nombre, grandes pensadores turbados, protagonistas de ficciones que, heredando una parte de su creador, se alejan del sentimiento humano, del sentimiento por el que uno se dice vivo, apagándose lentamente mientras las sonrisas, el amor y la fraternidad se sustituyen por la angustia, la anhedonia, el aislamiento social, el pensamiento suicida; el propio suicida que culmina su cataclismo físicamente borrándose del plano de la existencia, el ser que decide vivir su vida sin vivirla, empujado por la inercia, sumergido en la acidez y el amargor, eclipsando para no reaparecer; el testigo directo de la catástrofe psíquica; el antihéroe, por definición, ente que es en todo contrario a lo que, también por definición, es el héroe, de un giro, violando el espacio semántico en una paradoja por la que, desde su náusea o su asco, desciende al Infierno para habitar en él y, por alguna extraña razón, ser comprendido e incluso alzado, no empujado, como figura: la nueva figura del héroe. El hombre derrumbado.
Se les asocia el genio mezclado con una misantropía que se retroalimenta en tanto que no es comprendido por los demás; enloquece, se envilece, desafía los valores presentes y por venir, sólo concibe la existencia como la Tragedia griega, como el dolor, la condena por haber nacido y ser consciente de ello; pero ha ido más allá que la Tragedia, pues en su desenfreno dionisíaco -aquí sí se pueden entender las metáforas con tinte nietzscheano- ha agotado su combustible, pero no por ello su vida; ¿qué le queda al humano cuyo túnel, definitivamente, ha perdido la luz que se hallaba al final del mismo? ¿Qué es el antihéroe sino ese ser que elige la oscuridad y, por algún extraño mecanismo, extrae de ésta su fuerza creadora y a la par destructora, sabiendo que su devenir es una penitencia cuya salvación rehúsa, envolviéndose sobre su persona, convirtiendo su escudo en un arma defensiva que a su vez le asfixia, pero que, de nuevo, elige como motor propulsor para, como mínimo, ser dueño del movimiento, uniforme o acelerado, en su derrumbamiento inminente?
Este nuevo héroe secciona con precisión su espíritu, derrama su sangre y procura mantener la herida abierta hasta el final de sus días, los cuales, además, quiere poseer como decisión, o, mejor dicho, renuncia a seguir existiendo. Escribe, canta, pinta; todo lo que construye su pensamiento es a su vez la catapulta hacia el último estadio de su metamorfosis; el que está en la cima y no sabe mantenerse, mas, no contento con ello, su deseo se transforma en arrojarse, sin resistencia, hasta el último escalafón de su ánima; el perdedor, el que quiere perder, ha transfigurado su voluntad, su pulsión, su instinto por la supervivencia en negación. Nuestro extraño héroe es nihilista hasta el extremo del pesimismo mortificador; se vuelve estoico de piel para afuera mientras en su interior, sin gesticular, va acumulando en un depósito sin fondo todos los varapalos de su vida; siente rabia, ira, desearía matar; pero no mata; siente tristeza, desconsuelo, melancolía, desearía llorar; pero no llora; siente impotencia, defraudación, desesperación, desearía gritar; pero no grita; se transforma, metafóricamente, en un agujero negro que todo lo engulle, hasta la propia luz, la luz de la vida, y en ello todo lo que absorbe lo hacen invisible y a su vez caótico; lo percibimos por su radiación, sus efectos sobre el entorno; es un monstruo que se ha hecho monstruo, alguien que ha elegido despertar cada día y planear quitarle el sentido a todo; su meta es no llegar a la meta y su única salvación es la muerte; muerte a la que teme, pero no más que a su propia existencia consciente.
Sin embargo, nuestro nuevo héroe, el antihéroe, sigue conservando una especie de nobleza y respeto que son harto incomprensibles: del mismo modo que un perro viejo, un perro que se sabe moribundo y su instinto le indica el final, el antihéroe, aunque su deseo sea el genocidio o el Apocalipsis, se aleja de los demás, escoge un sombrío rincón donde perecer sin molestar a su “ello”. Se despoja de todo vínculo afectivo, incluso recurre a las malas formas por y para ello; el nuevo héroe acepta su castigo y en su bondadoso egoísmo lo quiere sólo para él.
Quizá sea este último punto el que dé sentido a algo que no lo tiene: elige derrumbar el edificio de su Ser, pero se toma las molestias para que en ese edificio sólo esté él. Puede que ésta sea su única redención… enfermar en silencio y saborear el dolor en su fuero interno, impermeable.
Todos estamos ya muertos. Pero sólo unos pocos lo hemos aceptado con previsión calculadora y precisión milimétrica.