Por: Belisario Rodríguez Garibaldo
Jurista, Periodista, Sociólogo,
Analista Político, Profesor y Escritor
E-mail: brodgari@hotmail.com
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Sentado en una orilla del Muro de los Lamentos, del Malecón de la Ciudad de la Habana, desde las 11 de la mañana un cálido sol calienta todo mi ser. Una fuerte y fría brisa marina me golpea directamente a la cara. Respiro profundamente y una paz embarga mis sentidos y mi alma.
La descubro desde lejos a solo 100 metros de mi cuerpo, pero entre nosotros hay dos mundos que nos separan. Observa ella que la observo, vira levemente mientras yo cazo su mirada atrapándola al vuelo. Decidiendo sacar mi cámara miro al horizonte tan lejano, y volteo rápidamente, disparando un flash hacia la Estatua de Martí en el centro de la Plaza.
Sale ella del sopor en que se encontraba observando el mar, y el ir y venir de las olas solitarias. Entonces gira hacia mí mirándome sonriente, al tiempo en que disparo mi flash – una y otra vez – acercándome, paso a paso hacia su alma. Sorprendida por mi acción nerviosamente me regala una hermosa y dulce sonrisa. Observo al acercarme sus bellos ojos claros, su cabello castaño que le cubre los hombros sacudiéndose al compás del viento, su piel clara levemente bronceada por los tibios rayos del sol, y una juvenil, virginal y deliciosa figura femenina que se trasluce a través de su vestido, acompañándole un cálido aire de ternura que la hace excepcional.
Yaneth es su nombre, que se me ha grabado en la memoria, y me habla alegre, rápida e inocentemente, como una niña que busca una excusa para ser mujer. Su uniforme de colegiala del último año del bachillerato se sacude levemente con el viento. Ambos conversamos alegremente, recostados al muro que da al Malecón de la Ciudad de La Habana. La brisa nos sacude al tiempo en que ambos nos quedamos absortos mirando el horizonte, un mar infinito que nos invita a perdernos en el olvido. Yaneth lo mira desde lejos, desde adentro, como buscando en el mar la respuesta a su pregunta, buscando en el horizonte una tierra tan lejana y libre que así quisiese que fuese su amada Cuba.
Esa melancolía prisionera a la orilla del Malecón de La Habana, en aquella cárcel llamada Cuba, me enternece cada fibra de mi ser, queriendo protegerla y liberarla. Movido por un impulso de mi alma, la abrazo suavemente por los hombros, mientras dirijo mi mirada al horizonte. Nuevamente sorprendida, sonríe de forma dulce y pícara mientras inclina su cabeza sobre mi hombro. Puedo observar girando un poco la cabeza, que a lo largo del Malecón puede haber en la distancia muchas personas observando el mismo mar, buscando la misma libertad de un horizonte infinito. Sonrío para mis adentros, porque sé que al final del mar existen otras cárceles diferentes que nos unen a Yaneth y a mí en ese tierno abrazo que deseo eternizar en estas palabras.
Este Muro de Lamentos no es mas que una pieza testigo de muchas soledades prisioneras. Hoy Yaneth y yo compartimos nuestra soledad en torno a este Muro de Lamentos que cubre las orillas marinas de la Cuba encarcelada, de la bella Habana de la soledad. Encontramos ella y yo nuestras miradas, descubrimos en los ojos el espejo de nuestras almas.
A pesar de ser muy joven descubro en ella la hermosa mujer que lleva dentro, altiva y bella, llena de amor y sueños, orgullosa y tierna al mismo tiempo, como alto exponente de la mujer cubana.
Platicamos por horas, edificando con palabras un puente inquebrantable que no nos podrá separar jamás. Me temo que al partir este fin de semana, no la vuelva a ver jamás, pero mis temores se desvanecen cuando al observarle su prístina mirada, me hago a mí mismo el solemne juramento de volver por ella, de verla nuevamente y amarla como solo ella se merece.
Al decirle mi partida de la Ciudad percibo que sus ojos se entristecen, a la vez que me brinda una clara sonrisa, mientras me habla de su familia, de su perro, de sus estudios, de lo que desea estudiar en la Universidad de la Habana, me da un correo, un teléfono, como una promesa de que nuestra comunicación de esa tarde no puede morir jamás, que no podrá contra la conversación de aquella cálida tarde a la orilla del mar, ni la distancia, ni el olvido.
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Vuelvo a verte Yaneth después de aquella tarde, que como esta, te grabaste en mi memoria. Te hablo dándote aliento para que sigas en las sendas de tus sueños, que seas fuerte para que usted mi Yaneth, esté a la altura de los tiempos, para que la Aurora de Libertad que se avecina para tu tierra, y para que la Luz que iluminará al mundo entero, sea una promesa para nuestros dos corazones abiertos.
Ahora te estoy dando un abrazo cálido y tierno, y así conservarte para siempre. Me correspondes con una mirada de niña enamorada, mientras que beso tu frente con ínfulas de padre protector. Te tomo de tu mano, me aprietas de la mía; una promesa en el aire y un volveremos, definimos un tiempo, nace así una decisión de mi alma de darte seguimiento; ante nuestros ojos, nuestras almas, y un beso que encierra sin palabras nuestro amor, que ya es eterno.
* Belisario Rodríguez Garibaldo. VEINTICINCO AÑOS DE SOLEDAD. Cuentos & Relatos. Editorial CIEN. Panamá, 2005.
– Este pequeño libro consta de cinco cuentos (“Ángel y Alma”, “Entre el Bien y el Mal”, “La Estatua de Afrodita”, “El Muro de los Lamentos” y “Veinticinco Años de Soledad”) y un breve Prólogo del escritor y biólogo panameño David Robinsón. Á‰ste señala que Belisario Rodríguez Garibaldo “nos reta a salir de la charca al plantear situaciones narrativas que obligan a pensar y no solamente contestar la pregunta sobre la función del libro de cuentos, también una pregunta mayor: ¿Para qué vivir?”.