Nos pongamos como nos pongamos un clásico siempre será un clásico. Y éste, sin duda, lo es. Lo
es el autor, responsable de la deliciosa obra Peter Pan, y siempre recordado por ella, pero lo es también la novela, lugar de nacimiento y primera tierra literaria del personaje que acabo de mencionar. Y encontrarse con la reaparición de un clásico siempre es un hecho que es necesario celebrar. Que una editorial apueste por alguno de ellos, cuando su nombre, a pesar de todo, no tiene las campanillas de los títulos divulgados por los profesores de Literatura hasta la saciedad, un atrevimiento acertado que es preciso aplaudir.
Es inevitable sentirse con el corazón desbordado de amor leyendo El pajarito blanco, y no se llega a saber si ese sentimiento se debe más al niño sobre quien se relata o al adulto, solterón cascarrabias de interior tierno, benefactor al que molesta el agradecimiento. La historia, más allá de las anécdotas y aventuras, de la imaginación desbordante y precisa, interpretación poética de la realidad, que caracterizan a James Matthew, es el nacimiento a la vida de un hombre de mediana edad, miembro de un club, supuestamente perteneciente a la sociedad pudiente del Londres contemporáneo del autor. Al nacer a la vida, al inmiscuirse en un trasunto amoroso entre Mary, mujer de imaginativos recursos, casi invicta frente al desaliento, y un pintor sin demasiado éxito, colabora, es responsable, hasta cierto punto, del nacimiento de David, el otro gran protagonista de la obra aunque siempre hable a través de la voz y del prisma de ese adulto que pelea con todos los demás por su cariño, y que se emociona cuando, sin confundirlo con su padre biológico, lo llama “padre”.
No se puede olvidar el importante capítulo que protagoniza Porthos, el perro de este gruñón amable. Se nos sugiere que el animal se transforma en un hombre y, al hacerlo, se encuentra con el ser humano desde la perspectiva del mismo. La decepción es enorme. Tanto, que decide volver a su estado canino anterior, forma en la que la fidelidad y el amor por su dueño son inquebrantables. Los juicios de valores de ese lanudo compañero son mucho más benignos, magnánimos en comparación con los de los hombres. Además de la condena moral a nuestra especie, el valor del capítulo reside en la forma que tiene el autor de hacernos pensar que esto es lo que sucede, aunque él no lo diga de forma explícita, que nos induzca a participar de la magia, del encantamiento de los cuentos de niños donde todo era posible, donde las explicaciones se volvían mucho más irrazonables y bellas, donde había que aceptar lo que se nos contaba sin planteamientos lógicos… y por tanto aburridos.
“David sabe que todos los niños que viven en nuestro barrio de Londres fueron en su momento pájaros en los jardines Kensington. Y que por esa razón hay barrotes en las ventanas del parvulario, y guardafuegos ante la chimenea, porque algunas personas olvidan que han perdido las alas e intentan salir volando por las ventanas o por el tiro de la chimenea”. (Pág. 22).
“…lo mejor que le había enseñado Solomon era a tener el corazón contento. Todos los pájaros tienen el corazón contento… Peter tenía un corazón tan alegre que pensaba que debía pasar el día cantando, como hacen los pájaros, pero como era medio humano, tuvo que fabricarse un instrumento. Así fue como se hizo una flauta de cañas”. (Pág. 128).
“Una de las diferencias entre las hadas y nosotros es que ellas jamás hacen nada útil. Cuando el primer bebé se rio por primera vez, su risa se rompió en mil pedazos que salieron volando. Aquello fue el comienzo de las hadas”. (Pág. 145).
Absolutamente deliciosa. Una pequeña gran obra para emocionarse.