Una vista de Angkor Vat, el sueño de piedra de Camboya y una de las grandes atracciones del país
Dejé el viernes en el aire lo del ser de lejanías. Anuncié que seguiría hoy, lunes 12 de enero…
¿12 de enero? ¿Seguro? ¿Es lunes? ¿No será domingo y estaré en Bélgica?
Bueno. No importa. En Bélgica, desde luego, no estoy. Sigo, por suerte, en Pnom Penh.
Me gusta esta ciudad. Llegué por primera vez a ella en 1968, antes de que lo hiciese Pol Pot. Era un paraíso. El mejor lugar del mundo. Oriente entreverado de Francia, Francia entreverada de Oriente.
En el Mercado Central, precioso edificio convertido hoy en cochambre, podía uno elegir entre un pincho de tarántulas y escorpiones asados, un pato a la pequinesa, un curry de Madrás y un filet mignon acompañado por una baguette y regado por un borgoña.
El Gran Jefe era Sihanuk: un rey Salomón, simpatiquísimo, cultísimo, avispadísimo, neutralísimo, cachondísimo, que gobernaba el país con mano sabia, era versátil, ubicuo y promiscuo, dirigía películas, escribía versos, cantaba en una discoteca por las noches y, encima, recibía todos los viernes a sus súbditos, de uno en uno, para escuchar sus cuitas, de una en una, y tratar de resolverlas.
No había turistas. No los había ni siquiera en Angkor, infestado hoy de chinos y borregos de otras nacionalidades uniformados, catalogados y numerados todos por las agencias de viajes, que era entonces el lugar más hermoso de la tierra y que volvería a serlo si los turistas desapareciesen.
Siem Reap, donde residían y residen los visitantes de Angkor, era entonces un caserío. Había en él un par de hoteles con diez o doce habitaciones cada uno.
Volví en 1998, veintiún años después de que los vietnamitas desahuciaran a Pol Pot. Murió esa víbora rabiosa, para irse de patitas al infierno, no mucho más tarde de mi regreso al paraíso. Sihanuk ya lo había hecho, morir, para entrar con la frente alta en otro reino que también le pertenecía: el de los cielos.
Empezaban a llegar los turistas, pero Pnom Penh, pese a ellos, y a Pol Pot, y a la inmensa devastación y humillación sufrida, era todavía una ciudad fantástica.
Volví por tercera vez a Camboya, acompañado por mis dos hijas y uno de mis nietos, en 2004, pero sólo fuimos a Angkor. Había ya decenas y decenas de hoteles, turistas a puñados de casi todas las nacionalidades y algún que otro chino enviado por sus paisanos como hormiga exploradora. Ahora ya está allí la marabunta.
El pasado 1 de enero entré en 2009 de la mejor manera posible: aterrizando una vez más en Pnom Penh, sólo en Pnom Penh. Sospecho que nunca más visitaré Angkor, porque duele verlo, pero no estoy seguro. Quizá lo haga. ¡Es tan hermoso! Lo reitero: no existe en el mundo ningún otro lugar así.
Todo, en Pnom Penh y en el resto de Camboya (y del mundo), ha ido a peor, a mucho peor, pero sigo encontrándome bien aquí. Siento debilidad por esta microurbe que va camino de convertirse en megalópolis. Está llena de motos, de bicicletas y de coches. Cruzar la calle es jugártela. Los coreanos levantan por todas partes edificios horrorosos. Lo que fuese majestuosa rive gauche (o droite, no lo sé) del ancho y sereno río que la riega y la separa del horizonte es ahora infernal batiburrillo de hormigoneras, grúas, camiones, pícaros, chicas de alterne, ganchos de burdel, pordioseros, turistas de chancleta y estúpidos locales de tente mientras cobro para guiris de quiero y no puedo.
Sí, sí, es tal como lo describo, pero el sutil, misterioso encanto de esta ciudad alegre, provinciana y, a la vez, cosmopolita no se ha perdido. Los locales estúpidos tienen gracia. Los ganchos no son agresivos ni insistentes. Los pordioseros no acosan. Las chicas de alterne son simpáticas, ingenuas y respetuosas. Los pícaros, también. Las motos parecen abejas. La contaminación pasa inadvertida. El ruido se convierte en costumbre que no molesta. El Mercado Central sigue siendo tan sabroso como una olla podrida. Se come bien en cualquier parte, y hay infinidad de sitios de toda laya para hacerlo. Un buen masaje cuesta ocho dólares. El amanecer del río y el crepúsculo del inmenso lago que adorna y refresca la ciudad quitan el hipo, el oremus y el resuello. Hay junto a ese lago, metida de rondón, una calle sinuosa y armoniosa, un país de las maravillas, un milagro en el que viven los últimos hippies y los jóvenes que a bulto los imitan: es lo que queda de lo que fueron, en el sudeste asiático, los sixties que ya nunca volverán.
Mi hotel, modesto, cómodo y barato, está junto a esa calle. Le haré propaganda. Es el Pho Paris. He llegado a él gracias a mi viejo amigo José María Poveda, que para esas cosas es un lince, y para otras, también. No hay en la ciudad, para un viajero, mejor sitio que éste. Absténganse los ejecutivos y los turistas.
Veo desde los ventanales de mi habitación, mientras escribo, una mezquita y, tras ella, el lago. Atardece. Dentro de unos minutos, en cuanto ponga el punto final, me perderé en la calle de los hippies, regresaré a la década prodigiosa, tomaré un mango lassi y después un whisky, encargaré una pizza Very Happy (pero happy, happy) Herb aliñada con lo que su apodo sugiere, me tumbaré sobre enormes cojines de tela oriental frente al lago y seré lo dicho: feliz.
Hoy como entonces. Siempre me quedará Pnom Penh.