Lo malo de los tópicos es que suelen reflejar la realidad, ya sea a posteriori, ya, como en este caso, a priori.
Lo de «peligro amarillo» es una expresión reduccionista, porque alude sólo a los chinos. Amarillos son también casi todos los nativos del sudeste asiático, pero lo que voy a decir concierne sólo a los habitantes de lo que en mejores días fue Celeste Imperio (después Rojo) y no al resto de las gentes de la zona.
Lo de los chinos es terrorífico. La marabunta, a su lado, es una novela rosa con final feliz. ¿Hubo siete plagas en Egipto? ¡Pues ya tenemos entre nosotros, y a nivel planetario, la octava! ¡Mil millones de langostas -no sé si ya son más, porque se reproducen como bacilos en la platina de un microscopio- decididas a devorar el mundo en cosa de un par de años! Encomienden su alma al dios Mercurio los viajeros y vayan rezando lo que sepan, porque los chinos están segándonos la hierba del viaje bajo los pies y las posaderas a la velocidad del sonido. Dentro de nada no quedará en China ni en lo que fue Indochina -Tailandia, Laos, Camboya, Vietnam- un solo lugar que no esté surcado por autopistas, machacado por bloques de cemento y aprisionado por polígonos industriales.
El planeta convertido en una bola de billar donde no pueda crecer ni una lechuga: ése es el sueño de Pequín y de quienes no sólo en China, sino en todas partes, han confundido la sociedad con el Estado y el progreso con el desarrollo. Es la eterna lucha entre la naturaleza, que a la larga, exterminándonos, vencerá, y la Historia. ¡Mal rayo parta a ésta!
Seré concreto, pondré unos cuantos ejemplos…
Los chinos están construyendo (y van, como siempre, a toda mecha) la autopista de un millón de carriles que unirá Pequín y Bangkok. ¡Agárrense, que vienen rectas! Ese Yang Tse de asfalto y de monóxido tajará Laos (uno de los últimos ecosistemas relativamente vírgenes), pasará por Luang Prabang, devastada ya por las hordas mochileras y el esnobismo de los franceses, y sobrevolará el Mekong, entre otros muchos paraísos que a partir de ese instante pasarán a engrosar la lista de los purgatorios y los infiernos.
En Vientián, capital de Laos y ciudad aún maravillosa, en la que viven (o vivían en 2005) doscientos mil habitantes, los chinos se disponen a levantar un barrio de viviendas de estilo comunista para treinta y cinco mil familias… chinas, naturalmente. Echen cálculos. En esa Chinatown, a razón de diez miembros (y miembras de Bibiana) por cada familia, lo que tratándose de chinos no es mucho suponer (ya saben: esposa, concubina, dos suegras, dos hijos, un marido y tres esclavos), vivirán más personas que en el resto de Vientián.
Sin comentarios. Bye bye, Indochina.
Y adiós, China, porque allí ya no queda prácticamente nada que no haya sido derribado, reconstruido, repintado, plastificado, roturado, cercado y acordonado por centenares de autobuses cargados de turistas cargados a su vez con toda clase de refrescos, bocatas de escorpión, rollitos primavera, refrigeradores portátiles, teléfonos móviles (¡y tan móviles!), videocámaras, telescopios del Monte Palomar, mísiles nucleares y legiones de rorros pésimamente educados.
¡Ah, y no se olviden de retratarse en taquilla! Los chinos cobran hasta por mirar una puesta de sol o dar un beso a la novia.
Iba a hablarles del oasis de Kashgar, pero se me fue la pluma. Lo que esos angelitos van a hacer allí, remoto y legendario enclave de la Ruta de la Seda, es algo similar a lo que el presidente Truman hizo en Hiroshima y Nagasaki. Quédese para otra ocasión, si Fumanchú no me mata antes.