Los poetas, los artistas en general, tienden a unirse en grupos y el nexo de unión pueden ser las características comunes, un maestro inspirador, la contemporaneidad, etc. De igual forma los críticos tienden a establecer clasificaciones y grupos. En España, seguramente por influjo de las teorías orteguianas, el concepto más usado, en este sentido, por críticos y estudiosos es del “generación”. Generaciones del 98, del 27, del 50, de posguerra, de la transición… José Antonio Muñoz Rojas ha sido un poeta “por libre”, muy difícil de encajar en cualquiera de los grupos en los que, por las características de su obra y por su edad, podría haber tenido cabida. Su generación cronológica debiera ser la llamada “de 1936”, esto es, aquellos nacidos entre 1905 y 1915. Generación que supone una especie de “agujero negro” de nuestra historia literaria, porque se pasa con facilidad desde la famosa del 27, con sus estrellas rutilantes (Lorca, Alberti, Cernuda…) a la de posguerra (años 40), que tiene un perfil mejor definido: protesta, inconformismo social, desarraigo. En medio queda este grupo en el que encontramos, además de Muñoz Rojas, nombres tan importantes como Rosales, Leopoldo Panero, Miguel Hernández, Gil-Albert, Celaya; y, en el campo ensayístico, y Díaz-Plaja y Marías. Tampoco dentro de este grupo generacional, queda bien definido el poeta antequerano. Es menos urbano, por sus raíces andaluzas y rurales y, al mismo tiempo –y sin contradicción– es más cosmopolita. Su estancia como lector en Cambridge y su relación directa con la poesía inglesa, como traductor y como crítico, lo sitúan definitivamente más allá de un localismo de estrechas miras.
En el aspecto ideológico, tan marcado en los intelectuales de su época, tampoco Muñoz Rojas es fácilmente clasificable, o, al menos, su figura pública no responde a un cliché preconcebido. Es un hombre católico y defensor de valores tradicionales, contraimagen del “poeta maldito” e inconformista, por convicción y por su mismas circunstancias familiares (la antigua burguesía rural antequerana) y profesionales (banquero orientado al mecenazgo y a la promoción cultural). Sin embargo, no ha llegado a fraguarse la imagen de intelectual conservador, que pudo acompañar (y luego les ha perjudicado) a algunos contemporáneos suyos: Rosales, Pemán, Panero. Colaboró, sin problemas, con revistas como Cruz y Raya (Bergamín) y Revista de Occidente (Ortega), es decir con empresas emblemáticas de la intelectualidad laica y progresista.
Hasta su misma cronología y su ritmo vital son especiales y, dicho en términos musicales, de “tempo lento”. Casi todo, –publicaciones, antologías, premios, reconocimientos– le ha llegado con décadas de atraso. O no: quizá, desde su punto de vista personal, en su justo momento. El premio Nacional de literatura, en 1998 y el Reina Sofía en el 2002, cuando ya es un ilustre nonagenario. Sus últimas obras, Objetos perdidos (1997), Entre otros olvidos (2001) y La voz que me llama (2005) son escritas por un hombre entre los 88 y lo 96 años. Lo cual habla de la fortuna, casi el milagro, de una larga vitalidad intelectual, pero también de la despreocupación por publicar, de la absoluta falta de prisa, de hacer dormir, por negligencia o pudor, los escritos en el cajón durante largas décadas. Nos habla, en fin, de la postura entre escéptica y humilde de que quien, imbuido de una vieja sabiduría y un señorío esencial que no se improvisan ni se aparentan, no espera mucho de las glorias literarias y sí de la propia voz que susurra palabras de verdad. Lo resumió su admirado Antonio Machado en el verso final del que me parece su mejor poema:
“El arte es largo y, además, no importa”.