El pollero huye por el desierto sin volver la vista atrás. Los asaltantes se acercan gritando. Nos ha vendido el muy pendejo. Ya nos avisaron los del grupo humanitario, pero no les hicimos caso, quisimos creer en él, era nuestra única posibilidad. Ahora huye. Dos compañeros tratan de evitar al grupo que se nos viene encima, pero le abaten de dos disparos. El miedo nos atenaza al resto. Estábamos preparados para todo, pero no para esto.
– ¡Suelten la plata! – Grita uno de los encapuchados. Su acento no suena mejicano. Suena a gringo.
Vaciamos nuestras mochilas. Nadie tiene gran cosa, pero se dan por satisfechos. No esperaban más. Se alejan por donde vinieron, nosotros no nos movemos. No sabemos que hacer. Nos miramos inquisidores, pero nadie tiene la respuesta. Allí, en el medio del desierto, solos. Un tipo de Chihuahua rompe el silencio.
– Allá está la valla.
Todos la habíamos visto, pero nadie se había atrevido a decirlo. Apenas a 700 metros, no más, nuestro sueño americano. Tan cerca, tan lejos. Sólo con lo puesto, tan desnudos, sin un futuro delante, sin un futuro detrás.
Carlos, un tipo delgaducho que decía ser de Nogales, comienza a andar hacia la valla. El resto le seguimos. A él parece no importarle. Nadie habla. El silencio duele. Sólo se escucha el viento traicionero del desierto. Llegamos junto a la valla. Nos miramos. Todos bajamos la mirada.
Me han dicho como se hace. Ato un trozo de tela a un barrote y otro al barrote contiguo, un poco más arriba. Tomo más trozos de tela en mis manos y me subo a los dos ya atados. Prosigo atando tela a los barrotes hasta que formo una escalera ficticia hacia la libertad. Llego arriba. Al frente Estados Unidos. Atrás Méjico. Debajo, mis compañeros de viaje con un brillo de ilusión en la mirada.
– ¡Hijos de la gran chingada!
No lo pienso más y me descuelgo por un barrote hacia el otro lado. Llego al suelo. Me quedo inmóvil. Escucho. No oigo nada. No miro atrás, pero siento los ojos de los demás. Empiezo a correr. No sé hacia donde pero corro. Corro, corro y corro. Me tropiezo varias veces, me vuelvo a levantar. No quiero saber lo que pasa con el resto, yo sólo corro. Es mi única oportunidad, la única opción que tengo para conseguir un futuro. La única forma de que mi familia coma.
Sigo corriendo durante un tiempo impreciso. A lo lejos veo luces. Parece un pueblo. ¿Lo he conseguido? No sé. No me atrevo a averiguarlo. Me refugio tras un matorral y dejo pasar el tiempo. Se hace de día, ya no estoy seguro allí. Me sacudo el polvo de la ropa y me encamino hacia las casas. Veo compatriotas. Bajan la mirada cuando les miro. Ocultan algo, como yo. Junto a una cantina hay un puesto de periódicos. “USA Today”, “Wall Street Journal”, ¡lo he conseguido!
¡Estoy en Estados Unidos! Pero, ahora, ¿por dónde empezar?