Disonancias, 14
En el último decenio del siglo XX apareció un concepto nuevo en los concursos artísticos: el premio del público. El festival de cine de San Sebastián, por ejemplo, comenzó a otorgarlo en 1998. La estrategia pronto fue afectando a otros ámbitos. El desarrollo de las redes sociales en el primer decenio del siglo XXI propició la apertura del juicio a oyentes, espectadores o lectores.
En diferentes concursos se ofrece hoy la posibilidad de votar determinada canción, un relato concreto, un videoclip o cualquier otro producto creativo. En principio parece positivo abrir la calificación de las obras artísticas al criterio de la gente que las disfruta. Es un síntoma de la democratización de la cultura. No sólo los expertos son capaces de discriminar el valor de un producto.
Sin embargo, el procedimiento tiene sus inconvenientes. En sucesivas ocasiones he recibido mensajes escritos o telefónicos de amigos artistas –amigos, o simplemente conocidos– requiriendo mi voto a favor de su canción, su disco, su relato o su cortometraje. No me ha ocurrido con obras plásticas, sobre las que parece más difícil emitir una opinión sin ver detenidamente el objeto a juzgar. Pero los cortos, los relatos y las canciones llegan fácilmente por Internet, lo cual posibilita su valoración.
Desde la óptica de la amistad con el músico, cineasta o escritor que pide el voto –amistad o relación más o menos próxima– parece coherente otorgarle lo que pide, sin más trámite. Pero resulta claramente injusto el procedimiento, porque habitualmente no se ven, ni se leen, ni se escuchan la decena o veintena de relatos, cortometrajes y canciones finalistas para poder valorarlas objetivamente. Lo normal es buscar el panel de votaciones y señalar como mejor la obra del amigo o conocido. Esto falsifica el resultado final. Si uno de los concursantes aludidos tiene 500 contactos a quienes solicita al voto, por ejemplo, es posible que le respondan positivamente 400. Si otro avisa solamente a 50, la diferencia está clara aunque lo voten todos. Supongamos que el tercer concursante, opuesto a estas maniobras, deja el asunto en manos del destino: probablemente los apoyos que obtenga sean mínimos.
Conozco el caso de un concurso literario en el que el jurado técnico valoró con 9 puntos al ganador, y con 6 y 5 respectivamente a los dos finalistas. Sometido el resultado al juicio del público, el ganador obtuvo 16 votos, el primer finalista 34 y el tercero 83. Hay una diferencia tan notable que, o bien el jurado técnico se columpió, o bien el segundo finalista tenía una larga lista de contactos y aprovechó la ocasión.
El final del cuento es que el ganador se llevó el premio del jurado –el mejor dotado– y el segundo finalista el premio del público. A cada cual lo suyo.