El Premio Nobel, como Premio que es, sobrevive en la injusticia permanente especialmente cuando valora características tan intangibles como el talento literario por lo que se muestra como incapaz de premiar a todos los que se lo merecen, aunque todos los premiados se lo merecieron.
Podríamos elaborar una lista de no premiados tan insigne como de premiados, literatos caídos en el olvido de los ignorantes pero en la eternidad viva de sus letras para aquellos que amamos la literatura por encima de todas las cosas. El último que se marchó sin el Nobel fue Miguel Delibes, el maestro, y este año han decidido hacer justicia, de una vez por todas, con Mario Vargas Llosa.
El escritor peruano, al que ahora todos hacemos español, sin faltar a la verdad por su doble nacionalidad, hace tiempo que escribió sus mejores obras, pero perviven en nuestra memoria impolutas, como queriendo revivir a cada paso que damos, a cada decisión que tomamos.
Desde que cometió el error de caer en los cantos de sirena de la política sus novelas han decaído, en favor de sus artículos de opinión, precisos y certeros, que han constituido la referencia de los liberales de medio mundo, defensores de sus ideas por encima de amenazas verbales políticamente correctas.
Ahora muchos se lanzarán a conocer la obra del peruano tratando de redimir sus pecados y mantener viva su sed de escritores actuales, no de ahora, sino de moda, mientras que otros preferiremos tomarnos tiempo con él, dejando que la vorágine nuble la vista y retomar su obra más adelante, cuando ya nadie hable de su galardón.
Si alguien me pidiera consejo sobre su mejor obra, para mí es «Pantaleón y las visitadoras», pero como te decía de la Academia sueca, soy incapaz de dirimir con exactitud características tan intangibles como el talento literario.