Almustafá, el elegido y bienamado, el que era un amanecer en su propio día, había esperado doce años en la ciudad de Orfalese la vuelta del barco que debía devolverlo a su isla natal… Y su alma los llamó, diciendo: “Hijos de mi anciana madre, jinetes de las mareas; ¡cuántas veces habéis surcado mis sueños! Y ahora llegáis en mi vigilia, que es mi sueño más profundo”.
Y, caminando, vio a lo lejos cómo abandonaban sus campos y sus viñas y se encaminaban apresuradamente hacia las puertas de la ciudad…
“Buscador de silencios soy, ¿qué tesoros he hallado en ellos que pueda ofrecer confiadamente?”
Y, cuando entró en la ciudad, toda la gente vino a él, llamándolo a voces. Y los viejos se adelantaron y dijeron: “No nos dejes. Has sido un mediodía en nuestros crepúsculos y tu juventud nos ha dado motivos para soñar”.
Y vinieron otros también a suplicarle. Pero él no les respondió. Inclinó la cabeza y aquellos que estaban a su lado vieron cómo las lágrimas caían sobre su pecho.
“Pero sí te pedimos que antes de que nos dejes, nos hables y nos des tu verdad. Y nosotros la daremos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, y así no perecerá. Descúbrenos ahora ante nosotros mismos y dinos todo lo que existe entre el nacimiento y la muerte, como te ha sido mostrado”. Y él respondió:
“Pueblo de Orfalese ¿de qué puedo yo hablar sino de lo que aún ahora se agita en vuestras almas?” Y así prosigue este maravilloso libro escrito por el poeta libanés, Jalil Gibrán, que a tantas generaciones ha cautivado. Por esta vez permitidme que calle yo para escucharle a él en una de las páginas que más me han gustado.
Entonces, Almitra habló otra vez: “¿Qué nos diréis sobre el Matrimonio, Maestro?”
Y él respondió, diciendo:
“Nacisteis juntos y juntos para siempre. Estaréis juntos cuando las alas blancas de la muerte esparzan vuestros días. Sí; estaréis juntos aun en la memoria silenciosa de Dios. Pero dejad que haya espacios en vuestra cercanía.
Y dejad que los vientos del cielo dancen entre vosotros. Amaos el uno al otro, pero no hagáis del amor una atadura.
Que sea, más bien, un mar movible entre las costas de vuestras almas.
Llenaos uno al otro vuestras copas, pero no bebáis de una sola copa.
Daos el uno al otro de vuestro pan, pero no comáis del mismo trozo.
Cantad y bailad juntos y estad alegres, pero que cada uno de vosotros sea independiente.
Las cuerdas de un laúd están solas, aunque tiemblen con la misma música.
Dad vuestro corazón, pero no para que vuestro compañero lo tenga.
Porque sólo la mano de la Vida puede contener los corazones.
Y estad juntos, pero no demasiado juntos. Porque los pilares del templo están aparte.
Y, ni el roble crece bajo la sombra del ciprés ni el ciprés bajo la del roble”.
El profeta, de Jalil Gibrán