Es difícil transmitir a alguien ajeno a la sanidad hasta qué punto es intensa la relación con los pacientes. Es difícil explicar por qué se abandona bruscamente a familiares o amigos para visitar al enfermo que vimos por la mañana, cómo puede llegar a desaparecer el resto del mundo cuando estamos concentrados en un diagnóstico, o el abrumador sentimiento de impotencia que produce el hallarse ante un problema sin solución, que debemos comunicar al implicado y sus allegados. Es difícil describirlo porque, como los olores, los sentimientos no pueden ser descritos adecuadamente con palabras, únicamente podemos vivenciarlos. Los sanitarios envejecemos y morimos con nuestros pacientes porque empatizamos con ellos, hacemos nuestros sus males, enfermamos un poco con ellos para saber cómo curarlos, les cedemos un poco de nuestra energía vital para ayudarlos a recuperar la suya.
El componente emotivo de la atención sanitaria es, probablemente, el que menos páginas ocupa en los barrocos Planes de Salud, impresos en papel de alta gama y de hermosa encuadernación. Demasiado ebrios de positivismo y de economía de la salud, a veces nos perdemos en cifras, indicadores y resultados sin pararnos a considerar que tras los fríos guarismos se esconden personas. Y, de manera similar a lo que sucede con la economía, muchas veces nos preocupamos en exceso por mejorar la impersonal “Macrosanidad”, olvidando inadvertidamente la “Microsalud” de las personas. De poco consuelo le sirve a alguien que descubre que su padre ha fallecido solo en un pasillo saber que se ha disfrutado de un aumento de la esperanza de vida de dos años. Seguramente habría cambiado gustoso seis de esos meses por haberle podido dar un abrazo antes de morir.
Los modelos de gestión sanitaria que utilizamos en la actualidad son una adaptación de los existentes en el mundoindustrial. Se basan en audaces símiles que equiparan al enfermo con una materia prima, a la salud con un producto manufacturado, y a los sistemas sanitarios con el proceso de producción. Estos modelos de gestión han permitido un extraordinario desarrollo de la Gestión de la Salud como disciplina de nuevo cuño, e incluir criterios de eficiencia en la gestión de recursos que son muy valiosos para cuestiones tan importantes como la sostenibilidad del propio sistema sanitario.
Sin embargo, como toda simplificación, esta analogía ha de utilizarse con la precisa cautela, porque los botes de mermelada no se sienten solos cuando cerramos la fábrica hasta el día siguiente, ni los robots de montaje trabajan peor si los hacemos funcionar por la noche. Somos seres humanos. Cada enfermo es distinto del anterior y del siguiente, a veces el motivo de consulta no tiene nada que ver con el valor anómalo de la analítica que lo condujo a nuestra puerta, y diez minutos más de visita pueden marcar la diferencia entre eliminar una preocupación infundada y un peregrinaje estéril de consulta en consulta.
Pocas cosas deben ser reclamadas por un profesional con más firmeza que el tiempo necesario para atender adecuadamente a quien nos ha buscado. El suficiente, ni más ni menos. No es problema del enfermo que no se haya encontrado aún un modelo adecuado para gestionar la salud, ni tiene por qué sufrir el hecho de tener más necesidades que las lechugas de una cadena de montaje. Exigir el tiempo para poder atenderlos es una obligación deontológica de los sanitarios, puesto que un trabajo bien hecho necesariamente pasa por obviar las urgencias del reloj.
Son innegociables la posibilidad de informar sin interrupciones en entornos amables, el tiempo para hablar y escuchar, para oír llorar y esperar lo que sea necesario para tender el pañuelo, el tiempo para hurgar en los miedos y remover los temores, de sanar las heridas emocionales cuando se producen para evitar que se cronifiquen y malignicen. No podemos ver a los enfermos como si fueran pedazos de una furgoneta, sino como los congéneres dolientes que buscan el alivio que podamos procurarles. Los pacientes son algo más que uno más.
Médico, especialista en pediatría