“La guerra es una droga”. Con estas palabras intrigantes empieza la última película de Kathryn Bigelow, “En Tierra Hostil”. La gran ganadora de los Áscar de este año nos sumerge de inmediato en la extrema tensión del conflicto iraquí, nos expone la enorme presión a la que se ven sometidos los artificieros americanos, el calor desolador del desierto, la desconfianza y la ardua relación con los lugareños. No se trata de un conflicto cualquiera, ni de una zona en vía de pacificación, sino de un escenario en el que cualquier objeto puede esconder un artefacto explosivo, cualquier hombre, cualquier hueco puede ser una amenaza letal.
Desde el principio, la muerte se convierte en un elemento más de la trama y amenaza con llevarse a cualquiera. Es tan palpable como los nervios de esos soldados perdidos en un país que desconocen, tan intensa como las pulsaciones de los soldados expuestos a las situaciones más extremas, tan insistente como la mirada del civil iraquí que, en todo momento y desde cualquier sitio, observa el mínimo movimiento yankee. La patrulla de tres soldados americanos que protagoniza gran parte de los sucesos de esta película se enfrenta a esa muerte omnipresente con heroísmo, muy a menudo sin conciencia y otras por puro placer. Pese a la superioridad que otorgan las armas las más sofisticadas y la profunda experiencia que atesoran los tres soldados, mantener un nivel de seguridad y de serenidad absoluto resulta casi imposible. Es algo impensable en un país en el que, desde el punto de vista americano, el autóctono puede esconder a un rebelde o un traidor en potencia, un infiltrado o un fanático. La barrera cultural y la diferencia lingÁ¼ística tampoco ayudan en ese sentido.
Y justamente, de esa gran incertidumbre, de ese riesgo constante, nace ese gusto por la guerra que Kathryn Bigelow describe en su película. La guerra es una adicción. Una droga. Los soldados que aparecen en tierra hostil ya no tienen nada que ver con los idealistas combatientes que Hemmingway describe en su novela “Por quién doblan las campanas”. Tampoco se asemejan a los oficiales soñadores que dan vida a la novela de George Orwell: “Homenaje a Cataluña”. Los protagonistas de la película “En tierra hostil” son mercenarios en busca de situaciones extremas como lo pueden ser los amantes del paracaídas o del puenting. Para muchos es un chute de adrenalina que les lleva a enzarzarse en situaciones absurdas, encerrarse en emboscadas peligrosas, desactivar bombas sin protección, denigrar y humillar a lugareños sin preocuparse por sus necesidades. Actuando de esta forma insensata, ciertos jefes de patrullas pierden incluso el apoyo de sus compañeros, que ven en ellos una nueva amenaza, y se transforman en el blanco de confabulaciones inconfesables.
Todos estos detalles llevan a pensar que las guerras de hoy son totalmente distintas a las del siglo pasado. El deseo de cambiar el mundo ha desvanecido y, ahora, los soldados se entregan a un juego incomprensible: el de arriesgar sus vidas por placer o inconsciencia, como si estuvieran jugando al póker. “Sé que me juego la vida ––admite uno de los protagonistas en un momento de reflexión––, pero no sé por qué”.
Con esta película, Hollywood ha sabido acercarse al conflicto iraquí y describir un aspecto interesante de la guerra americana y de su falta de valores. El día a día de los soldados americanos ha sido retratado con detalle e intensidad. Ahora, sólo falta que Hollywood se acerque al pueblo iraquí con la misma precisión, la considere, se emocione y presente el otro lado del conflicto: esos millones de civiles que han visto llegar a extranjeros armados con los mejores equipamientos, que han presenciado la caída de bombas desde el cielo y han perdido a sus hijos por culpa de una guerra que nunca han deseado. El reconocimiento del mal ajeno empieza por la consciencia de su propio mal. Quizás este sea un primer paso para el reconocimiento del sufrimiento del pueblo iraquí.