Corrí a decírselo a Julia, quien pareció no darle demasiada importancia a la situación, Ya era hora, dijo, Es tiempo de que mi hija conozca a su abuela, el único problema es que aquí no cabe, pero mañana salimos la niña y yo a buscarle un lugar barato donde se pueda quedar. La niña expresó su conformidad sonriendo, pero yo no podía tranquilizarme tan fácilmente porque conocía al enemigo bastante bien para tener una idea de su reacción ante tal sorpresa. Creí que lo menos me gritaría, al vaciar el aire de sus pulmones, miraría al cielo unos segundos hasta llenarlos de nuevo y continuaría reprochándome que haya echado a la basura mi futuro y el apoyo que me dio, luego su nuera intervendría sentida por el comentario y mi mamá le tiraría un par de cachetadas, y Julia, dependiendo de su humor, tal vez las contestaría o se quedaría mirándome. Entonces tendríamos que sacar a mi madre del cuarto en la escena más pintoresca y ridícula que se haya presenciada en el edificio hasta esa fecha.
Anticipándome a los hechos, le propuse a Julia hacer una tregua con sus padres, para no quedar desamparados en caso de que mi mamá no lo tomara de la mejor manera. Así que, tragándose su orgullo por el bien de nuestra hija, salió a llamarle a sus viejos al teléfono de la esquina mientras yo esperaba angustiado, con una caguama en la mano, sus noticias. Al volver no tenía buen aspecto. Repitió lo mismo, me dijo, “Si dejas a ese cabrón cuenta con nosotros, de lo contrario, no”, refiriéndose a su papá, don Rodrigo, gran señor dueño de una paleteria en un establecimiento de suelos limpísimos y vidrios brillantes y una cortina de colores que, cuando se cerraba, dejaba ver el nombre del negocio: La Queretana, pero cuyas paredes, por más capas de pintura que se les aplicaran, aparecían peladas, carcomidas por el sol flagrante que azotaba aquélla zona perdida en Aragón la mayor parte del día, contribuyendo, eso sí, a la buena venta del producto. No recuerdo detalles del negocio porque sólo lo vi en 3 o 4 ocasiones y su imagen no era que digamos la evocación de la felicidad.
Ni Julia ni tampoco yo proveníamos de familias ricas, nuestros apellidos no tenían ninguna resonancia, no valían mucho. Sin embargo, sus padres distaban de vivir en la miseria, de vivir al día, y mi mamá, a pesar de no haber contado nunca con mi padre, a quien no tuve el gusto de conocer, fue lo suficientemente sensata para no caer en la desesperación, y, no obstante haberle costado su belleza y su alegría, sus planes de superación y muchas otras cosas más que ni me he de imaginar, había logrado irme sacando adelante y nada les impedía, además de su tonto orgullo herido, echarnos la mano.
Pinches viejos, dije resoplando después de esa ardua reflexión, y si mi comentario le ardió tan hondo a Julia fue porque acababa de oír la voz de don Rodrigo, a quien llevaba 19 meses sin ver, y no porque opinara distinto a mí. Ellos salieron adelante con sus propias manos, y tú, ¿qué?, me contestó y sentí un fugaz escalofrío, creyendo que respondía a mi pensamiento y no a mi declaración, a veces parecía saber lo que había dentro de mi cabeza. Tú sientes que bebiendo como un Chinasky impaciente vas a tener la gloria de un Bukowsky consolidado, dicho lo cual salí azotando la puerta tras de mí.
Como no tenía dinero para ir a ninguna cantina a emborracharme y darle la razón a Julia, me quedé en el lobby, sentado en una silla reclinable en el área de internet. Julia bajó a los poco minutos creyendo que me había ido, al hallarme allí volvió a subir las escaleras con su nariz muy respingada y sin emitir una sola palabra. Necesitaba hallar una vía de escape que me alejara por unas horas de esa farsa mal entramada que se había vuelto mi vida, por lo que encendí un ordenador y me puse a navegar toda la noche. En una ventana de Firefox buscaba ofertas de trabajo en los portales especializados en la materia, mientras en otra googleaba poemas de Gabrel Zaid.
Antes de trasladarme a la capital, al igual que Arce, el jefe de proyecto de Contact Line, yo también contaba con mi propia guarida anti materia, sólo que mi escudo no eran los cubículos, sino la web, ese campo público de labrado repleto de frutos saludables, coloridos, ricos, pero, principalmente, de hierbas enfermizas olorosas a estiércol, donde cada campesino está equipado con picos, palas y hoces similares y la diferencia radica en que cada quien recoge y echa a sus sacos lo que le da la gana. Y lo chistoso es que casi todos se -nos- llevan -llevamos- la mierda. Pero también hay en el espacio cibernético rutas de donde uno puede extraer jugosas pulpas y gran variedad de semillas finas.
Cuando vivía con mi madre, pues, pasaba horas descargando datos útiles tanto como inservibles. Interminables actualizaciones para el mensajero, para iTunes, plug-ins para el navegador, libros electrónicos, fondos de escritorio de The Simpsons, de las portadas de los discos de Molotov, música sin pagar un solo peso -qué se le va a hacer, tenía ganas de escuchar a Wagner, a Babasónicos, a Greenday, a Jumbo, pero no tenía para pagar-, y toneladas de correo basura.
Á‰l vio pasar por ella sus fantasmas.
Ella se estremeció de ver en él sus fantasmas.
Á‰l no quería perseguir sus fantasmas.
Ella quería creer en sus fantasmas.
Montó en ella, corrió tras sus fantasmas.
Ella lloró por sus fantasmas.
Luego de leer el poema Alucinaciones, de Gabriel Zaid, en http://amediavoz.com/zaid.htm, no me quedó más remedio que ir hacia el hundido colchón donde dormíamos y hacerle el amor -o lo que se le pareciera- a Julia, cuyo cuerpo imaginaba ahora descansando enroscado con la bebé a un lado, con su mente exhausta, perdida su psique en sueños rosas de 2 minutos de duración ocasionados por una prolongada y desmesurada exposición al puto marketing. Me dejé de elucubraciones y subí presto a encontrarme con Julia antes de que se me fueran las ganas de tener ganas y terminara sentado en un rincón del cuarto escribiendo tonterías en mi diario. Pero ella no quería saber de mí en ese momento y busqué el cuaderno.
Finalmente, llegó el temido domingo y con él mi madre. A quien -olvidaba mencionarlo- había puesto al corriente de mi vida mediante unas breves líneas que redacté en su muro de facebook aquella noche insomne. El mensaje, una vez editada la realidad a mi conveniencia, quedó así:
Hola mamá, considero que hay algo que deberías de saber ya que estás resuelta a venir. La razón por la que mis boletas se volvieron incongruentes es porque he dejado de estudiar, no quería decírtelo todavía para no echar más peso en tu espalda y porque planeaba retomar mis estudios pronto, pero el hado no sé en qué momento vino cabalgando en un perro lombriciento y me dejó una caja llena de sorpresas en la puerta. Descubrí que aquí también hay drogas, y, ¿qué crees?, sale más barato quitarse el hambre con un pase que comer, pero no pienses que lo hice por escasez, sino, como cualquier idiota, llevado por la curiosidad del momento. Tampoco vayas a pensar que terminé en las calles. Por fortuna, mucho antes de que ese escenario se vislumbrara, llegó a mi vida una persona que me ayudaría a hacer las paces con el mundo y un poco conmigo mismo. Su nombre es Julia y tenemos una hija juntos que está por cumplir su primer año de vida, está divina. Sé que no tengo perdón por haberte mantenido al margen de todo esto, pero es que yo todavía estoy asimilándolo, además tus mesadas son lo único que nos ha mantenido a flote, gano muy poco en el lugar donde trabajo y para colmo, pagan tarde. Ojalá estas noticias no cambien tu decisión de apersonarte, como dicen por allá, Julia tiene muchas ganas de conocerte.
Durante los días subsiguientes me mantuve atento a las emociones que mi confesión despertó en los usuarios de la red social, que no fueron pocas. Dada mi condición de monitor de calidad en Contact Line tenía una mampara aislada de las demás para escuchar y calificar sin distracciones las llamadas que despachaban mis colegas, y, cuando nadie vigilaba, me asomaba a facebook. Las reacciones de sus “amigos” no se hicieron esperar, al día siguiente ya había 5 comentarios de familiares y compañeros de trabajo de mamá que pedían mi absolución y 12 personas a quienes les gustaba mi “estado”. Mi estrategia estaba dando resultado, lancé una bola de nieve que con más rapidez de la que pensé tomaba la forma de un alud, un alud de persuasión. Aunque algunos me juzgaron con mano dura, a la mayoría le caí simpático, y, para muestra, hubo quienes me ofrecieron empleo, en caso de que lo necesitara, pero allá. No obstante, hubo uno, un tal Twisted Plastic, que escribió: Yo te puedo ayudar tengo un negocio en el DF hazte mi amigo. La última frase me pareció conmovedora y de inmediato le mandé una solicitud de amistad que demoró un mes en aceptar. Lo alarmante del caso era que la destinataria de la carta pública -que eso era-, no respondía nada. Ya no sabía yo si había decidido quedarse o desplazarse al DF.
Hasta que el sábado a primera hora, respondió: No sabes el insomnio que me has provocado, hijito querido, estoy conmocionada pero también, no te lo negaré, feliz y ansiosa de abrazar a mi primera nietecita, ¿cómo se llama?, ¿a quién se parece? Pensándolo bien no me digas, prefiero descubrirlo por mí misma. Bueno hijito de tu madre, este correo es para confirmarte que por supuesto que voy a ir a conocer a tu familia en la fecha prevista. Ya una vez que nos encontremos cara a cara discutiremos sobre tu pequeña estafa, porque eso es hijo de la chingada, y me vas a pagar cada centavo, pero no ahora que hay una criaturita de por medio. Por otro lado, dirás que no me entrometa, pero, ¿qué tu mujer no trabaja? Hijo, ya no estamos en el siglo pasado, son tiempos más difíciles y ella debe responder también por el alimento de la casa. En fin, me despido pero te veo pronto. Cuídate. Te quiero. Chau.
Pero no llegó desbordando vida y reproches como era su talante natural, ni tampoco la recogí en la estación de autobuses, sino que me la devolvieron envuelta en una bolsa de plástico, 11 horas después de lo programado, en la morgue.
La madrugada del domingo un destacamento armado, no se supo si del ejército o del narco -que a estas alturas es lo mismo-, detuvo un transporte proveniente de muy lejos entrando al DF, y, con rifles que disparaban 100 000 putas balas por segundo, acribilló a los pasajeros y al chofer. Mi mamá viajaba ahí. Nadie se salvó.
Cómo es posible, si apenas ayer me mandó un e-mail, si venía a conocer a su nieta, si…
Se pensaría que esa fue mi reacción, sin embargo, al enterarme de la noticia no me deshice en lágrimas arrancándome el cabello, ni busqué refugio a mi dolor en la botella. Lo que hubo fue un ligero chasquido en mi cabeza, la piel se me heló y volvió a la normalidad en un santiamén y fue todo. No sentí más, sufrí lo que algunos sicólogos calificarían como embotamiento afectivo. Mis sentimientos quedaron tan muertos como ella.
Lo que sí es que no sabía hacia dónde dar mi próximo paso, qué hacer a continuación, me había convertido en huérfano, hijo de nadie, y estaba petrificado. El cuerpo frío de la mujer que me dio a luz yacía dentro de un saco para basura. Dónde quedó mi madre, a qué infinito rincón de la Creación se había ido a esconder. Dónde quedaba yo. Julia se encargó de lo que hacía falta mientras yo me rascaba la cabeza confundido. Sus padres se enteraron por boca suya y me prestaron el dinero con que sufragué los gastos que se presentaron, que no fueron ni pocos ni módicos. Y, al fin, nos abrieron las puertas de su casa. A pesar de que no lo mencionó, Julia estaba encantada de volver con sus papás. En cuanto a la mía, sé que hubiera deseado ser enterrada en su pueblo natal, pero mandarla de regreso salía en un ojo de la cara. Los parientes, amigos y algunos conocidos sin nada que hacer pensaban rentar un autobús para acudir a darle el último adiós y extenderme el pésame, pero en vista de los acontecimientos, optaron por mandarnos sus bendiciones desde allá, me explicó mi tío Nacho, su único hermano vivo y uno de los pocos que se desplazaron al velorio, que fue en casa de mis suegros, también llegaron su hija Estela, ahijada muy querida de mi mamá, un par de compañeras del trabajo y los Roldán, vecinos de toda la vida. Por mi parte, además de mi mujer, vino Edgar, que, aunque ocupado en su autodestrucción, estuvo conmigo esos días que parecieron transcurrir sin mi presencia. El entierro fue en Jardines del recuerdo, al término del cual, cada quien tomó su rumbo de nuevo. Mi tío Nacho me haría el favor de llamarme en cuanto supiera algo de la herencia. No había mucho qué repartir, pero tampoco había mucha gente estirando la mano. Suponía que a mí me tocaría la casa y la mayor parte de sus nimios ahorros, a su hermano la otra parte y a Estela las pocas joyas de que disponía y su coche.
En Contact Line los muchachos de mi ala cooperaron y me regalaron dos botellas de José Cuervo al volver que don Rodrigo, nuestro nuevo casero, confiscó argumentando que no era el momento adecuado para soliviantar las emociones. No entendí a ciencia cierta lo que quiso decir, pero se escuchó hermoso y obedecí. Soliviantar. Yo solivianto. Tú soliviantas. Ella solivianta. Á‰l solivianta. Nosotros soliviantamos. Ustedes soliviantan. Ellos soliviantan.
A los pocos días renuncié a Contact Line, deslumbrado por una nueva sorpresa que mi tío Nacho me hizo saber: mi madre tenía un seguro de vida a mi nombre por más de un millón de pesos. Julia opinó que nuestros problemas se habían solucionado, yo, aunque pensaba distinto, le di la razón. Nuestros verdaderos problemas apenas comenzaban.