Julia y la niña se quedaron en casa de los abuelos mientras yo iba y venía de mi pueblo natal a la ciudad y viceversa, oyendo y soportando desarticuladas letanías, apurando aplazamientos, supervisando trámites, en un ingenuo afán por creer que los monopolios guardan cierto respeto por el dolor de sus clientes, que, aunque insignificantes, sienten tanto como el más encumbrado de los magnates. En vista de la contundencia de los hechos que envolvieron el fallecimiento de mi mamá, creí que la compañía de seguros me despacharía con celeridad a fin de no tener a un huérfano quejumbroso en sus puertas cuya madre fue asesinada salvajemente. Después de todo, la gente que contrata seguros de vida lo hace para no pensar en la muerte. Pero los ejecutivos eran unos leguleyos que buscaron mil maneras de reducir el monto y antes de entregarme el dinero me trataron poco menos que como a un criminal, como si yo hubiera estado implicado en la tragedia que se llevó a mi madre, que si de dónde era y cuál era mi ocupación, que si qué hacía yo en el DF, que si dónde me encontraba al momento de la muerte. Me hubiera ofendido menos que me preguntaran llanamente si estaba implicado en algún cártel. Al final casi me convencieron de que de algún modo podía haber sido culpa mía.
Las mareas desasosegadas de la burocracia mexicana nos llevaron tan lejos, poniendo trabas y puntos suspensivos al asunto del seguro y la herencia -respecto a la cual mis cálculos fueron más o menos acertados, me quedé con la casa-, que para cuando me hice de lo que me correspondía, Twisted Plastic y yo ya eramos relativamente viejos “amigos” en facebook.
Resultó que su negocio consistía en comprar ropa y calzado de segunda mano en los Estados Unidos y llevarla a vender a algunos de los mercados mas grandes del DF. Sus zonas eran San Felipe, La Raza, Tepito y Mixcalco. Viajaba a San Diego y a Los Angeles, California, 8 o hasta 10 veces al año y regresaba con maletas llenas de jeans Levi’s y t-shirts Abercrombie que los residentes desechaban luego de una puesta. Conocía a mi madre simplemente porque fue una íntima y querida amiga de la suya, le caía muy bien porque era muy abierta, me dijo, y sentía de veras mucho mi pérdida. Al recordar el futuro peso de mi inminente cuenta bancaria no pude evitar ponerme algo petulante y preguntarle por qué si tanto le interesaba contactarme no fue él quien me mandó la solicitud de inmediato al redactar su mensaje y por qué, además, demoró una eternidad en aceptarme, me contestó que no era ni muy partidario de ni muy ducho en el uso de las redes sociales, y que el interesado, a fin de cuentas, era yo, no él, argumento más que suficiente para hacerme cerrar el hocico. Por supuesto, no le dije que su ayuda venía desfasada gracias a un seguro que nos había, aparentemente, resuelto la vida. Y días después acepté, para mantener los pies en la tierra -yo que siempre he sido muy propenso a elevarme con cualquier soplo favorable del viento-, su ofrecimiento de trabajar para él en el changarro de Tepito.
Su sobrino fue quien me recibió el jueves de la semana posterior a nuestra última plática, sentado sobre una apretada y suave paca de ropa de fayuca en al fondo de un pequeño local en la calle La Rinconada, realmente, muy por el rincón de la colonia. Valiéndose de mi perfil en facebook fue como validó mi identidad, cotejando la foto que ahí aparecía con mi cara de borracho desvelado.
Su nombre era Kevin, había nacido y crecido en una casa aparentemente tan humilde como las demás por fuera pero repleta de lujos y comodidades en el interior, perdida entre el seno frío de una de las tantas vecindades cutres y hediondas que proliferaban en el barrio. Tenía 16 años, aunque por su robustez y lo tosco de sus facciones se veía mucho más avejentado, dejó de estudiar a los 11, después de repetir cuarto de primaria 3 veces, sus mayores aficiones eran el dinero y el futbol, sin llegar a completar la tríada del arquetipo mexicano del macho cabrio, ya que las mujeres le tenían indiferente, aunque él se empeñara en mostrar una fingida actitud de lascivo mujeriego. Pasaba la mayor parte del día escuchando Reggaeton y fumando marihuana, A Kevin le debo el valioso hallazgo de la planta maravillosa, ya que hasta entonces mi única herramienta para sobrellevar mi pinche temperamento volátil era el alcohol. La mota llegó de repente y, sin decir agua va, desplazó a la caguama bruscamente, convirtiéndome en una especie de monigote de acción switcheable. O tengo un símil mejor: un ordenador. Digamos que fumar me pone en estado suspendido, siento que una mano añosa y grotesca toma el control sobre mí por unos segundos, mueve el ratón hábilmente, sitúa el cursor en “Suspender”, da click y en seguida dejo de ser un poquito yo mismo para darle paso a lo más cercano a mi álter ego. No sé si sea mejor o peor, lo que sí sé es que es un grato alivio darle sus descansos al cascarrabias que soy la mayor parte del tiempo. Tampoco es que la mota me haga un vulgar hijo bastardo de John Lennon y se me vea por las calles predicando la Palabra del Beatle mayor y promoviendo la cultura del imagine -canción que no me gusta especialmente-, pero me brinda algo de paciencia, y eso, en mi caso, es ya mucho decir.
Había otro empleado en el negocio además de mí, su nombre era Ricardo, más popularmente conocido como el Richy -y vaya que se le conocía, sobre todo en el sector femenil-, era el mejor amigo de Kevin, e, igual que éste, soñaba con mansiones y con billetes verdes, la diferencia era que fumaba y bebía menos que el otro. Al comienzo no nos caíamos bien, nos comunicábamos mediante monosílabos y no hablábamos una sílaba más de lo indispensable. Se escondían de mí para fumar y, por supuesto, yo les seguía el juego fingiendo no darme cuenta. Hasta que una tarde me sorprendieron sorprendiéndolos y Kevin, los ojos teñidos en sangre, me amenazó con correrme y darme una madriza si se lo contaba a su tío, Twisted Plastic. Le dije Mira, yo no soy un chivato, quiero trabajar a gusto y que se me pague a tiempo, no pido más -claro que lo que en verdad no soy es pendejo, luego de semejante advertencia ni loco lo habría puesto en evidencia-. A partir de ese momento, aunque no sin ciertas reservas, nuestro trato se fue haciendo, gradualmente, mucho muy agradable. Un miércoles de poca clientela en la tarde, mientras compartíamos nuestra cuarta caguama helada antes de cerrar el local, a Kevin le dieron ganas de fumar y me invitó a acompañarlo. Fuimos a un campo terroso y solitario no lejos de ahí, donde se jugaba futbol los fines de semana, aunque, si era famoso por algún motivo, no era por los deportistas que allí se daban cita, sino por la enorme afluencia de drogos, dealers y revoltosos que acudían a los partidos. Eso era sábados y domingos, de lunes a viernes el lugar era un área vacía. El calor pegaba duro, por lo que nos fuimos a sentar bajo un chopo negro plantado detrás de una de las porterías, en la zona verde del campo.
Luego de acabar con el espléndido carrujo, sentí una ingravidez que nunca antes había experimentado, la mente se convirtió en el teatro de las obras inconclusas, la marihuana en la tramoya de los actos improbables. Le pedí a Kevin que me conectara con el bueno de la mota en Tepito y accedió sin rechistar. Era un tipo esmirriado con una joroba monumental pero brazos fuertes como el hierro, le decían el Rústico y su marihuana era de la mejor del DF. Entre sus clientes más frecuentes -en sus propias palabras- se encontraba León, vocalista de Zoé, y ya que ese tipo parece andar siempre en la luna, me pareció una excelente referencia.
Una tarde, cuando volvía del trabajo, Julia me exigió, en nombre de la sinceridad que nos prometimos al comprometernos, que le explicara lo que me sucedía, pues me notaba distante, me dijo, divagaba demasiado al hablar, y, además, empecé a llorar descontroladamente por las noches recordando a mi mamá. Así que no me quedó otro remedio que reconocer que me había enganchado a la marihuana. Por raro que parezca, mi confesión no suscitó desconcierto alguno en ella, al contrario, sintió un enorme alivio al saber que no había recaído en las drogas duras a las que era tan adepto al conocernos, piedra, cocaína, pastas. Si eso te ayuda, me dijo, a soltarte y no contener el dolor que sientes, yo misma haré tus cigarros, así de comprensiva se mostró al principio, luego lo eché a perder abusando de su paciencia. Si sus padres notaron cambios radicales en mi personalidad los pasaron por alto y no hicieron comentarios directos al respecto, ni siquiera a Julia, que cada noche, antes de dormir, me relataba las cosas que sus viejos contaban de mí: dice mamá que le gusta la manera en que te pones a hablar a veces de repente, sin interrupción -obviamente no sabe que estás bajo el influjo-, y que algunas de tus ideas le gustan mucho, y yo inmediatamente lo traducía a mi mezquina lengua personal: ahora que me encontraba solo en el mundo no era más un ególatra infumable para ella, o: Mi papá está muy orgulloso de ti, ya hasta te empieza a querer, y yo completaba mentalmente la frase, Querer pedir prestado, el cabrón. Por mi parte, debo decir que, aunque mi trato con ellos fue casi supérfluo, las pocas veces que convivimos juntos nuestra relación fue siempre de respeto y nunca pidieron nada a cambio de los días de acogida que nos dieron.
Twisted Plastic quería saber cómo iba sobrellevando mi duelo, me preguntaba si su sobrino me daba lata, Me trata a cuerpo de rey, gracias por la oportunidad, le respondí y fue todo, no me sentía con ánimos de conversar aquel martes, día de descanso, así que cerré facebook, salí a la tienda por un par de Coronas, le puse seguro a la puerta del cuarto y me receté El nervio del volcán, de los Caifanes, dos veces seguidas fumando pipa tras pipa y bebiendo, a pequeños sorbos, las dos cervezas. Mis chicas andaban con los abuelos comprando los víveres en el supermercado, y yo había conseguido esa hora y media de reposo alegando un dolor de cabeza inexistente. Desde luego, Julia advirtió el engaño, pero lo dejó pasar amablemente, no sin antes fulminarme con una mirada asesina y decirme al oído antes de marcharse, Acuéstate porque al rato nos vas a llevar al cine, boludo, ella era muy dada a soltar argentinismos, vivió en Argentina unos meses.
Se reproducía el álbum por segunda vez, ahora en modo aleatorio, y se escuchaban los primeros acordes de Ayer me dijo un ave cuando sonó el teléfono, salí corriendo a atender la llamada pensando que se trataba del asunto del seguro.
Era don Rodrigo. Yerno, me dijo, Acaba de pasar algo, su voz tenía una acústica de ultratumba, como si sus cuerdas vocales se hubieran vuelto agudas astillas de madera. Su tono era seco y noble como el nogal. Al fondo se escuchaban los gritos desaforados de mi mujer clamando el nombre de nuestra hija y a mi suegra llorando a lágrima viva, no necesité escuchar más. ¿Dónde está?, pregunté, ¿Dónde está mi hija?, Desapareció, dijo don Rodrigo y en seguida se soltó en llanto, le pregunté si seguían en el supermercado, asintió. Colgué, fui a ponerme mis tenis al cuarto y antes de salir hacia la Comercial Mexicana donde hacían las compras, el teléfono volvió a sonar. Regresé desde la puerta suplicando que fuera mi suegro para informarme que habían encontrado a la niña.
Pero qué larga broma de pésimo gusto me estaba jugando la vida que aun no acababa, pues era un agente del seguro que llamaba para avisarme que felizmente tenían listo mi dinero. Al oír esto, azoté el invento de Alexander Graham Bell contra la pared y salí corriendo al encuentro de mi mujer.