Padilla tenía razón en algo: se trataba de un secuestro, unas horas después de haber llegado a casa de mis suegros sonó el teléfono. No quiero describir todo lo que sucedió luego, me es insoportable el puro recuerdo de aquella voz distorsionada exigiéndome, a punta de amenazas -si me es permitida la expresión- el pago inmediato de 900 000 pesos para la liberación de mi niña. Además, mis recuerdos se hacen más confusos conforme avanza esta historia y las desgracias se acrecientan. Pagamos, por supuesto que pagamos. De inmediato cobramos el seguro y, no sin ciertas trabas burocráticas, pudimos cobrar después el depósito en un Banamex cercano a la casa. Obedecimos al pie de la letra cada instrucción que se nos dio, no involucramos a la policía ni volvimos a tener contacto con Padilla ni con ninguno de sus perros. Pusimos los billetes en el fondo de una bolsa llena de basura y luego la fui a tirar a un contenedor fuera de un complejo comercial en Santa Fe, llevaba el coche de don Rodrigo, iba solo. Cuando pasó el camión recolector no volteé como me lo ordenaron, obedecí cada regla que se me impuso, esperé y esperé, pero no pasaba nada. Según las órdenes debía esperar hasta que oyera el llanto de mi hija dentro del contenedor, sin embargo, los basureros se habían ido hacía mucho y yo seguía sin escuchar nada, todo era un completo silencio que ni el más mínimo quejido se atrevía a profanar. No sé cuánto tiempo estuve de espaldas a la realidad, hasta que de repente, al ver que oscurecía, me di cuenta de lo absurdo de mi espera, entonces di media vuelta y empecé a hurgar como pepenador de desperdicio, abriendo las bolsas, sacando su contenido, embarrándome de fluidos por demás desagradables, sintiendo texturas asquerosas, oliendo la podredumbre del barrio más sofisticado de la ciudad. Luego de un rato, me zambullí dentro del contenedor donde había puesto el dinero del rescate, pero al no hallar ni rastro me pasé al otro, y después al otro, y así sucesivamente, no recuerdo con exactitud cuántos eran, pero no eran muchos, recuerdo, en cambio, que desanudé una bolsa en la que había unos calzones D&G de hombre cagados y casi suelto una risa involuntaria al pensar, o recordar, o advertir, no sé, que los ricos también cagan. Pasaba gente que me miraba revolcándome en la inmundicia y aceleraba el paso. Una indigente, amablemente se acercó para prevenirme de un par de agentes de tránsito que venían hacia el lugar y para informarme que lo mejor venía en las bolsas de Kentucky y Burger King. Al ver llegar a los policías la mujer huyó como un perro que de tan apaleado ha aprendido a reconocer y a alejarse del peligro. Yo soy un cabeza dura, como me decía mi madre, y al día de hoy aun no aprendo.
Uno de ellos me dijo que me detuviera, pero no le hice caso, inclusive comencé a echar las bolsas afuera, visiblemente encabronado. Entonces ambos desenfundaron sus pistolas, aunque sin apuntarme. Detuve mi ajetreo. Los vi, eran gordos, manos pequeñas, dedos chatos torpes, jetas de amargados, idiotas por naturaleza, hubiera apostado a que eran primos o hermanos bastardos o algo así. ¿Qué quieren? les espeté con franca rabia y continué trabajando, de inmediato me ordenaron que me saliera de ahí. Salí salpicando de grasa y porquería lo más posible sus uniformes, les dije lo que me vino a la mente y les ofrecí dos mil pesos a cada uno por largarse. Se fueron.
30 o 40 minutos después llegó otra patrulla a levantarme, siempre llegan de dos en dos, los malditos polis, y tan parecidos entre sí, arterias llenas de colesterol, brazos bofos, penes incontinentes, sólo que esta vez no aceptaron el soborno. Me dijeron que me mandaba a buscar el capitán Padilla. Les respondí que estaba ocupado, me dijeron que no se las pusiera difícil, Si Padilla lo quiere ver, lo va a ver, me amenazó uno.
Al mirarme Padilla supo lo que había pasado sin que yo le contara nada, No me lo diga: pagó y la nena no apareció. Se me hizo un nudo en la garganta e inmediatamente me solté a llorar con auténtico pesar, no pudiendo evitar buscar el cuerpo de Padilla hinchado por los esteroides para abrazarlo, mientras me decía, No pierda la calma, hombre, el caso no se ha cerrado, y se quitaba para que no le ensuciara la corbata. Siéntese, déjeme ver si le podemos conseguir algo de ropa.
Cómo supo que era yo, le pregunté cuando regresaba a su cutre oficina con una playera del América y un pantalón Levi’s 501. Fue fácil, un tipo “bailando” en los contenedores de basura, con facha de “raro”, de “artista”, de todo menos de mendigo, ofreciendo mordidas de 4 mil pesos, no hace falta ser el Cherlokolms ese para deducir que era usted. Vístase, luego bébase un par de estos chochitos, son Roche, hacen maravillas, y no crea que me pagan por el anuncio, me procuró una tira de ansiolíticos y me dio un vaso con agua. Finalmente, me hizo un breve cuestionario y me mandó a descansar, afuera de la procuraduría, uno de sus criados me esperaba para llevarme a casa, Padilla abrió la puerta de atrás y me dio dos tiras más de chochos cuando entré a la patrulla. Vamos a darle prioridad a su caso, me dijo por decir algo, luego cerró y dio una palmada en el toldo, que era la señal para que nos fuéramos. En el transcurso me tomé 5 o 6 tabletas más.
6 meses después de la desaparición de nuestra hija, Julia y yo nos separamos. Era inevitable ya, la vida era poco menos que infernal y la policía seguía sin tener ni rastro de su paradero. Esos últimos meses de nuestra relación no parábamos de culparnos mutuamente, nos agredíamos día y noche, por qué, sólo puedo decir que entonces parecía muy claro el motivo: nuestra impotencia, nuestra ineptitud, yo sentía que sentíamos que habíamos fallado como padres, y, aunque no sabía si eso era cierto o no, la sospecha ahí estaba, y era avasalladora. Y, ademaÅ›, debo confesar que fui tan imbécil para nutrir la semilla que Padilla sembró con su historia barata de amantes y traiciones. No paraba de fumar y beber. Julia me reprochaba que no hacía nada por encontrar a la niña, y yo me defendía cuando me hartaba gritándole que la tenía su rubio amante en alguna bahía sudamericana, donde seguramente la esperaba despreocupado con la niña en brazos, entonces se iba y me dejaba en paz. Sus padres me aborrecían, y, si no me echaron a la calle fue gracias a Julia, que a pesar de todo, y puede ser que inclusive a modo de expiación, intercedía por mí para que no me echaran y pudiera continuar otorgándole mis servicios de castigador, por eso y porque tal vez me tenían cierta lástima, los viejos que, antes que otra cosa, debí comenzar diciendo que eran muy buenas personas.
En fin, al principio aun teníamos confianza en que la encontraríamos, por lo que contratamos a un investigador privado, salimos a pegar carteles con su foto a las calles, la voceamos en los periódicos, en internet, repartimos volantes en cada una de las estaciones del Metro, meses y meses, pero nada funcionó. Y, llegado a este punto, debo admitir que ella se esforzó más, aunque nuestra decepción fue la misma.
Al llegar a casa aquella noche, con el tufo de la mierda del elefante blanco del sur en la ropa, Julia y sus papás me esperaban en la sala, me miraron con las manos vacías sin decir una palabra. Fue Julia quien preguntó por su hija al cabo de algunos segundos, le dije que no la había encontrado, que había buscado en todas partes, pero la niña no fue entregada. Entonces sí que descargó la violencia que acumuló durante las cerca de 72 horas que habían pasado desde el incidente. Se me lanzó, arañándome la cara, el cuello, desgarrándo la ropa que llevaba puesta, Tú tienes la culpa, me gritaba adolorida, Tú tienes la puta culpa, tú y esa puta herencia y la puta que te parió, decía mientras su papá trataba de quitármela de encima. Por mi piel pasaban desapercibidos los zarpazos, estaba anestesiado, en parte por el medicamento y en parte por los acontecimientos.
Cuando por fin se calmó, le ofrecí un puñado de chochos a ella y a sus padres. Eran pasadas las 12 cuando nos fuimos a dormir, mi sueño duró 14 horas durante las cuales creí estar felizmente muerto, pues no supe ni remotamente de mí.
Sin embargo, después de esa no volvimos a pasar noches tranquilas. Peleabamos por insignificancias tales como el lugar que ocupaba la leche en el refrigerador, o porque mis lentes se extraviaban constantemente y yo culpaba a los mienbros de la familia Montes -que así se apellidaban- de haberlos tirado antes de buscarlos en el cajón del buró. Julia se resguardó en el seno materno como si hubiera vuelto a tener 10 años y yo me sentía un impostor, un arrimado que, pasados muchos más de 3 días ya apestaba a rayos. Así que una mañana, antes de que se terminara el poco dinero que me quedaba, me despedí de ella, nos abrazamos fuerte, nos deseamos suerte y jamás nos volvimos a ver. Y regresé al cuarto del viejo edificio donde empezó este relato, Edgar ya no lo administraba, ahora había un tal Fidel, un tipo con barba y cara de pocos amigos, como yo.