Cuando vieron a Casimir Dudevant, mucha tijera que dieron, lenguas sueltas. Nativas de Nohant, mas trasladadas a París, son las supremas envidiosas. Cortan sus telas sobre la vida de ella. «¡Cómo cambió desde que la dejaste!» Y él sabe que mienten porque él no la dejó. Ella se fue, quizás él la dejó ir, aunque amaba sus ojos maravillosos. «Siempre fue tan ruda». Y Casimir se absorbe en el pensamiento de una campiña, una jineta y su caballo. Con su recuerdo la pervive ante sí. Ella está cabalgando, con ese cuerpo espigado de entonces (1.58 metros de estatura); no fue exactamente una marimacho. Y, siendo activa, enérgica, fue dulce y tranquila, porque leía durante largas horas, meditaba muchas más. Así la conoció cuando visitaba a su suegro, aristócrata como él, rico como él, «pero no era barón, usted sí que lo es». Es cierto: la madre de Aurora fue plebeya.
Ahora las mujeres explican que, por excentricidades de la modernidad, se le vio fumando unos puros. «De esos cuyo olor no se va y es tan fuerte». No está tan segura de que deba decirlo, quien tiene más vipirina lengua, pero se aproxima a Casimir, como si secreteara y, para que vea cuán sinceramente llora al confesarlo, mirada con mirada: «Pasé de compras por la rue des Rosiers; me detuve ante la vitrine d’une boulangerie, con ese olor a pan, les pains tressés du Shabbat y la ví. Vestida de muchacho, con cigarrillo en su labio y una copa en su mano, y dije ‘pobre Aurora’, ¿por qué demonios se da el trago, o peor, se viste así, cayendo bajo? Era ella, barón, como un muchachito malo». Otro día que, al fin vieron los niños del barón, para que él oyera noticias de llevanzas, las tijeretas se asomaron: «¡Qué bueno que el divorcio se concedió, al fin!» Afirman que la vieron en ropa de obrero «y ya son tres mozuelos mugrositos». Ella
mezcla tintas en un taller tipográfico. De su literatura, se dice que es prodigio del mal gusto. Por héroe de una novela, dispuso un obrero, y «se jacta de ser la madame de Sevigné de nuestros días».
A las cucharetas del infundio y la maledicencia, cuando se van, Casimir las mienta con el pensamiento «alcahuetas, entrometidas, envidiosas, mentirosas, si yo lo sé». Ella trabaja. Nada quiere de él como pensión. Aún ésto que se le cuenta, que ella huele a mierda, sabe exactamente por qué lo dicen, su verdadero por qué. Fue que, de paso por Venecia, les enfermó una diarrea, a ella y su amente Musset. «Y se la pasaron cagando blando y sufriendo, tres semanas por lo menos». Y una carta en que le citaron lo escrito desde París, lo dijo: un aveu que j’ai fait sur mon odeur…
Todo lo sabe él y, aunque nada les dice, se tortura masoquísticamente por oírles. No todas han de ser mentiras, contadas con ese malicioso formato de nervioso rubor. Ellas vienen de París, dizque que por amigas de la antigua pareja Dudevant-Dopin, y la llaman hetaira pasional, enamoradiza putezuela y decadente perdida. Y él las anima, con su silencio cómplice, a que digan más y sean más aviezas tijeras. Se excita con la continuidad de sus pasiones; pero más con cómo las exagera el corazón mediocre de la envidia.
Fue amante de un tal J. Sandeau, luego de Alfred de Musset y Prosper Merimée; quizás idilios intelectuales. «Es coqueta. Lo sé», medita. «Con Federico en Mallorca» procreó a su tercer hijo, «Chopincito, Casimir». Y le cuentan que se ha cambiado el nombre y firma George, que se le ha visto con el pintor Delacroix. Que habla de revolución y socialismo con P. Leroux. Que si patatín, que si patató. Que si es amiga de Hugo, Heine y Flaubert, «demasiado joven para que lo seduzca». «Conmigo era púdica», piensa Casimir.
Después que los rebeldes en1848, enfrentaron la reacción de junio en París, ella volvió a Nohant. «¿Vendrá por estar cerca de mí?» Ya las mujeres dejaron de chismear, no vienen. Sabrá él lo mucho que han mentido. Lo que Casimir quiera saber, vaya y haga el salto y véala. «¿Estará bonita y espigada como cuando se fue, porque sus ojos son maravillosos y no los olvido».