Soy católico no practicante. Desde el punto de vista intelectual, rehúyo la Iglesia Institución -más bien no creo en ella- aunque la respeto profundamente, junto a su historia llena de luces y sombras. Siento, incluso, cierto magnetismo por quien hace profesión, asimismo profusión, de fe contra viento y marea. No me duelen prendas, por último, manifestar simpatía al conjunto de fieles que conforman el cuerpo místico; asiento verdadero hoy, en este mundo convulso, de amparo y solidaridad. Llegados a tal extremo, puede concebirse un claro paralelismo doctrinal entre política y religión pese a quien, para marcar diferencias irreconciliables, suele subirse al púlpito social reiterando eslóganes tan embaucadores como el típico: “La religión es el opio del pueblo”. Con este dogma (he dicho bien, dogma), y a la contra, legitiman -o lo pretenden- el celo político.
Llevo a mis espaldas, además, cuarenta años de experiencia docente. Diversos ámbitos, épocas y edades, coadyuvaron a forjar un tesoro empírico del que me enorgullezco con humildad. Quiero, aprovechando este bagaje, precisar algunas apreciaciones sobre la enseñanza que quedaron incompletas, quizás confusas, en el artículo anterior porque el contexto impedía focalizarlas eficazmente. Desde luego, relego cualquier atisbo subjetivo, o supuesto por otros, de sentar cátedra en tema tan complejo, multifacético e interpretable. Sin embargo, el tratamiento, presentir su naturaleza y método, es vital para el desarrollo futuro de un país. España ahora mismo se encuentra en una grave encrucijada -no sólo económica- debida a la visión miope de unos políticos que anteponen pruritos y apetencias personales al interés general.
Hoy, la escuela debería regirse por una legislación única, con un currículo universal; ambos consensuados bajo los auspicios de una política de Estado. Desde mi punto de vista, ningún credo religioso ha de acomodarse al proyecto educativo de los centros públicos ni concertados; es decir, la escuela debiera ser laica porque la formación doctrinal -una y otra- es competencia exclusiva de los padres, hasta que el educando sea capaz de elegir sin ninguna injerencia. Sí debe recoger la Historia de las Religiones como un área más del tronco humanístico. De esta forma, quedarían sin argumentos quienes desean contaminar, politizando la cátedra, mentes infantiles y adolescentes con asuntos tan improcedentes como falaces y cicateros. Tenemos la obligación moral y social de salvaguardar sus mentes de ortodoxias, cuanto menos inquietantes si no quiméricas.
La escuela, digo, tiene una función instructiva y socializadora; aspectos básicos, con suficiente entidad, para que su quehacer conquiste el reconocimiento ciudadano. Toda desviación, facilitada por objetivos falseados y ajenos a su impulso, le lleva sin remedio al desastre permanente. Dejo aparte discrepancias epistemológicas y el advenimiento de la escuela comprensiva (obsoleta desde hace tiempo en países de nuestro entorno) verdadera columna vertebral de la mediocridad y el fracaso escolar. Cuando el gobierno (los gobiernos), más allá de la adscripción ideológica, incluye en el currículo la adquisición de pautas o valores que afectan y competen a familias y a una sociedad viva, crítica, dinámica, el sistema educativo se politiza, pierde su esencia y, el adoctrinamiento partidario, termina por engendrar clones al uso del “mundo feliz” que dibujara Aldous Huxley. Los regímenes tiránicos siempre se han alimentado, curiosamente, de calurosos elogios a la libertad.
Wert y su ley no atentan, en principio, a la tan cacareada calidad educativa. Intuyo que nadie en su sano juicio, o efectuando rigurosos cotejos, pueda aportar pruebas, aun evidencias, que terminen por enconar a tan amplio colectivo contrariado. LOE y LOMCE están hechas a imagen y semejanza. Ninguna aplica novedades estructurales o metodológicas. Tampoco aportan innovaciones de fondo. A lo sumo, la Ley Wert, tiene afán de unificar criterios y romper una lanza frente a la exclusión lingÁ¼ística. Este es su capítulo fuerte y ¡qué paradoja! su tendón de Aquiles. Fuera de esto, reina la nada hecha proclama. No obstante atrae hacia sí el resquemor diabólico de que se dota la inepta casta política, autodenominada progre, y gregarios. Parodiando a Clinton, se podría clamar a medio tono (la realidad no da para más): ¡Es la economía, imbéciles!
Educación y escuela, por tradición, son conceptos que el común identifica iguales. Tal escenario conlleva un error difícil de subsanar. Educar consiste en convertir al individuo en ciudadano cívico, capaz de exigir sus derechos y respetar los del otro. Tan compleja empresa, exige el concurso de escuela, familia y sociedad; incluyendo en ella la ingente responsabilidad de los medios audiovisuales. No debemos exonerar el doble papel jurídico-policial a la hora de corregir desvaríos inquietantes. Si la instrucción afecta al futuro laboral y económico del país, la educación es piedra angular para una pacífica convivencia.
La sociedad culta y educada lleva a una nación a conquistar puestos de privilegio en el ámbito internacional. Ocurre, asimismo, que países con escasa raigambre democrática, donde el poder diverge del individuo y este muestra su impotencia secular, eternizan el reconocimiento y asunción de la soberanía popular. Por este motivo, el gobierno prioriza, busca, la desvertebración a través de la incultura, el desarraigo nacional y el incivismo como factores necesarios para imponer, tácitamente, la ley de la selva. Es el caldo de cultivo apropiado para el atropello y la corrupción. ¡Ah! El poder carece de ideología y no repele ninguna sigla.
Termino con una reflexión de Nicolás Salmerón, nada sospechoso en defender intereses espurios: “Es de rigurosa justicia emancipar la Enseñanza (así, con mayúscula) de todo extraño poder y convertirla en una función social, sin otra ley que la libre indagación y profesión de la verdad”.