Llevo mi oficio (escritor) como puedo (peor que mal, horrible, desastrosamente mal, me faltan calificativos). Leí hace no demasiado tiempo un libro de Sergio Constán (Oscar Wilde en España) en el que se mencionaban las reacciones que este irlandés había causado en España. Obviamente (y por si alguno lo duda, que seguro no está solo en su método cartesiano) ya conocía algunas de las reacciones, sobre todo la de Unamuno y Azorín, pero no dejan de sorprenderme algunas otras como la de Cansinos Asenns, que no tenía demasiado cariño por el autor de La Importancia de Llamarse Ernesto (por cierto, una traducción del original The Importance Of Being Earnest).
Las páginas se leen con el regusto de lo antiguo y (perdónenme) la infinita envidia de un tiempo mucho más proclive a asuntos intelectuales y, lo que más me importa, literarios. ¡Qué épocas! En las tertulias se discutía sobre asuntos distintos al último partido del F.C. Barcelona y se ponía a Víctor Hugo en el lugar que hoy en día ocupa Messi. Nada tengo en contra de tal bello deporte (y por cierto, me encanta), pero sí en contra de un sistema que ha convertido a seres iletrados en ejemplos arquetípicos a imitar por el resto de ciudadanos. El libro Wilde en España habla de una sociedad en la que en los medios de comunicación no se hablaba de temas retóricos ni se bendecía a seres en todo punto vulgares. Más allá de la altura literaria de Wilde, su figura representaba un enfrentamiento entre los nuevos y los viejos tiempos, entre la vieja Inglaterra victoriana y la una nueva era en la que los medios de comunicación tendrían una importancia mayúscula a todas luces. Eran tiempos en los que un estreno teatral levantaba polémica y los medios (que aún no habían aprendido el oficio del engaño) se hacían eco de lo que una verdadera sociedad (¿demócrata?) pudiera llegar a opinar. Se enfrentaban grupos a favor y en contra y un evento artístico era tenido en cuenta.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? No debemos olvidar que el señor Wilde, como bien nos recuerdan los célebres personajes del libro de Sergio Constán, tuvo que pasar algún tiempo en la cárcel debido al desagradable asunto con Alfred Douglas. Me vienen a la cabeza ahora las palabras de L. v. Beethoven en la que, igual que yo ahora, recordaba los tiempos de Bach y soñaba en vano con superar al que consideraba el “más perfecto de los músicos”. Sí, estimados lectores, a medida que las palabras brotan me vienen tantos y tantos ejemplos a la mente que nos obligan a replantearnos la cuestión de “cualquier tiempo pasado fue mejor”: ¿tendemos a sobrevalorar cualquier tiempo pasado?
Los tiempos, desde luego, han cambiado mucho desde la época de Wilde y consecuentemente el mundo de la literatura ha tenido que adaptarse como en el S. XIX se adaptó al florecimiento de ese género antiguamente menor que era la novela. También hoy tenemos nuestros Wildes, encarnados en figuras bastante más televisivas pero igual de provocadores (omitiré el nombre de B.I.), también hoy tenemos a nuestro igualmente provocador Balzac y otros miles tratando de emular y superar la Comedia Humana. Una única diferencia: aún los nuestros (nosotros) no han sido condenados y alabados por la Historia.
Hoy me veo pensando en ésos que pueblan los libros, en ésos que un día también dudaron de la posibilidad de pasar a la Historia y que, sin embargo, emplearon todas sus fuerzas en dar al mundo lo mejor de sí mismos.
Hoy brindo por ellos y por los que un día también quisimos pasearnos por Pall Mall con un clavel en los labios.
¿Simple provocación? Desde luego que sí.