Con frecuencia se confunden dos términos, que si bien proceden de la misma raíz, en realidad tienen significados muy diferentes. Una cosa es la espera y otra bien distinta la esperanza. Ambas parecen formar parte de la espiritualidad del Adviento y, sin embargo, apuntan a actitudes que no siempre se pueden conjugar desde los criterios del Evangelio.
La espera no implica la confianza, porque confiar es -más que una acción- una actitud fundamental de todo cristiano, independientemente del tiempo litúrgico en el que nos encontremos. La confianza está estrechamente unida a la esperanza, y es propia del hombre que se ha adherido personal y comprometidamente al Dios de Jesucristo. Por eso, junto a la esperanza, siempre se dan la caridad y, por supuesto, la fe. Las tres son actitudes irrenunciables de aquel que ha descubierto a Dios como el centro de su vida.
La espera no es más que la actitud paciente de aquél que aguarda la llegada o la aparición de alguien o de algo que, de momento, está ausente. En el Adviento cristiano, no se espera la llegada o el nacimiento del Mesías, porque eso ya ocurrió hace dos mil años. En el Adviento, el creyente vuelve a renovar y a profundizar el sentido de su esperanza, como actitud fundamental de confianza que engloba toda su espiritualidad.
El Adviento es pues un tiempo de esperanza y no de simple espera. Es objeto de espera aquello que no depende de mí, aquello que aunque yo lo desee mucho vendrá, antes o después, o no vendrá, en dependencia de factores que escapan a mi control. Frente al objeto de mi espera, lo único que puedo hacer es entretenerme, distraerme, «matar el tiempo», no sufrir demasiado por el deseo.
Esperar el nacimiento de Jesús, a sabiendas de que ya ha nacido, y que en la liturgia de Navidad volveremos a recordar, no tiene mucho sentido.
La esperanza es bien distinta. La esperanza es el deseo que me lleva a provocar la aparición o la construcción del objeto de mi esperanza. Y sólo se puede esperar con esperanza aquello que de alguna manera depende de mí también. Esperar -con esperanza- es «desear provocando», desear algo tan apasionadamente que se entrega uno a la realización de eso que se espera. La esperanza cristiana es verdaderamente esperanza y no simple espera.
La espera reclama la presencia física de aquello que se anhela, para que colme las carencias de nuestras limitaciones. Pero la presencia cristiana de Dios no responde a este tipo de requerimientos. El Dios de Jesús no es un «mago» que concede caprichosamente los «bienes» que el hombre necesita. En realidad, el Dios de Jesús se manifiesta en su ausencia.
La paradoja resulta curiosa: el mundo se queja del vacío de Dios, y los cristianos presumen de la presencia elocuente de Dios. Y, en el fondo, Dios escoge el camino del silencio y el vacío para manifestarse. El Dios pensado y esperado como el que sacia los deseos del hombre, no es el Dios del Evangelio. La presencia más fecunda de Dios es la que le ofrece al hombre a través de su silencio, o de su ocultamiento, porque Dios, lejos de colmar deseos, los intensifica y lo ahonda sin medida.
La esperanza del Adviento apunta, sin duda alguna, a aceptar el ocultamiento de Dios en el mundo, como expresión de su trascendencia inabarcable por la finitud del hombre y por eso mismo, imposible de manipular a nuestro antojo, «esperando» sacarle los bienes que nos hacen falta y no terminan de colmarnos de felicidad.
El Dios de la espera, no es el Dios del Adviento. No esperamos que Dios venga a cumplir las promesas de los profetas, en la que se proyectaban los deseos de transformación del mundo. La actitud del creyente en Adviento es la de abrirse a la transformación interior para ponerse a trabajar y transformar el mundo en aquello que soñaron los profetas. Pero, no la de dejarle a Dios que haga nuestro trabajo, como si la cosa dependiera exclusivamente de Á‰l.
La esperanza del Adviento permite descubrir la gratuidad de Dios, a quien no le debemos nada y que no nos debe nada a nosotros. Pero, la esperanza no es sólo para este tiempo litúrgico que ahora vamos a estrenar. La esperanza cristiana es una forma de vida que abarca todo el tiempo del hombre, hasta el encuentro definitivo con el Dios y Señor de la historia.