«La escena cobró un movimiento inusitado, se llenó de ruidos de sonajeros, tic-tac de relojes y lloros inconsolables. Una mujer, sosteniendo en brazos a un bebé, se abrió paso gritando entusiasta: <<un niño, ha sido un niño>> […] Aprendí de golpe mi escasa importancia, Me sentí ignorada por todos y crecí rehuyendo el mundo, un mundo de adultos que sólo tenían ojos para él».
La casa de los rincones. Páginas 55 y 56.
La protagonista de este relato solo recupera importancia en la familia cuando se hace evidente que se ha convertido en mujer, que el período la ha hecho fecunda y por lo tanto que hay que darla la atención que merece todo control y encauzamiento hacia comportamientos claros y tradicionales, el compromiso y la boda con un «partido rentable», aunque sea al precio de «engañarla». Su propia madre contribuye a la perpetuación de la esclavitud femenina.
En este sentido, como buena docente universitaria, y para más datos de Psicología, la autora parece continuamente subrayar la importancia de la educación impartida como fuente de control y de aniquilamiento de la personalidad de la mujer, centrando a partir de ahí su esfuerzo por indicar que la imaginación, el sueño y la libertad conforman el mundo alternativo a estas formas caducas e injustas de formación -o desformación.
La otra característica que podría decirse que aglutina sus historias es la denuncia de un mundo capitalista, dedicado al trabajo tecnológico, envuelto por la frialdad de la producción y los índices de mercado, hasta la aniquilación de la imaginación, el juego, las palabras, la comunicación y la capacidad de soñar. Todo ello provoca soledad, obesidad, ansiedad y todo tipo de males incluido el de Diógenes, que no tienen ninguna contrapartida en la visión de Pastor y provocan seres engañados, egoístasm fracasados en el culmen del éxito laboral y profundamente vacíos que sólo se salvarán si son capaces de rescatar los otoños, las palabras: esto es, la creatividad y la comunicación:
«Mi tiempo pasaba entre un ir y venir desenfrenado de horarios y metro, al llegar a casa apenas tenía fuerzas para prepararme la cena. Engordé a base de bocadillos y chocolate que mitigaban el hambre y el desespero. El fin de semana, agotada, me dejaba caer en el sofá y dormitando me tragaba literalmente la bazofia que, sin misericordia, daba la tele».
El agujero. Página 72.
(En este cuento, por poner un pero a los relatos de la autora no queda suficientemente explicado que se diga que el ingrato amante se trasladaba a otra ciudad con su mujer, abandonando a la protagonista (página 73) pero ésta se lo encuentre tiempo más tarde (página 75), lo que por cierto es la circunstancia causante de su desgracia, en línea con la mayoría de los textos y su crítica al varón. ¿Quiere decir la autora que el amante mentía y no se ha trasladado? ¿O quizá que la protagonista está obsesionada con él y lo encuentra en todas partes?).
«El aire enrarecido, cargado de bits, cae a plomo sobre niños que ya no juegan en los columpios y ancianos perdidos que buscan en vano refugio en las iglesias. Una multitud ansiosa, entra y sale frenéticamente de las tiendas cargada de lavadoras, ordenadores, teléfonos, jarrones, televisiones, planchas… Compran objetos de todo tipo y cuantos más acumulan más enmudecen, inmersos en una babel que ahoga palabras y gestos».
El vendedor de palabras. Página 79.
Como curiosidad diremos que en este relato encontraremos uno de los pocos ejemplos de varón positivo presentes en el libro aunque, curiosamente, también vende y es parte de una sociedad mercantil, aunque sea alternativa, con un tenderete precario, surgido en mitad de un parque, y lo que vende sea algo «inmaterial» como las palabras. Hay un algo de hippie, de miembro del 15M, de voluntad libre y al margen del sistema, de Revolución del 68 en este protagonista que intenta devolver al mundo a la comunicación y la belleza de la poesía, la fuerza de las palabras…
Un libro repleto de un ideario firme… y soñador.