Hace ya cuatro años me desenvuelvo en el mundo diplomático, asunto la verdad difícil para alguien acostumbrado a tratar con los esquemas competitivos que se implantan en el sector mediático y con la libertad que el sistema de relaciones y de trabajo periodístico permite – lo que, por cierto, es una de las mayores dicotomías profesionales que se conozca: la competitividad mediática restringe la libertad intelectual e informativa, en función de los intereses económicos y políticos que determinan el manejo informativo y opinático del sector.
Sin embargo, el periodista cuenta con una válvula de escape, con un comodín o recurso profesional para librarse de las restricciones y controles del esquema económico mediático sobre el ejercicio del pensamiento libre y de la búsqueda de la única objetividad posible: la subjetividad bien intencionada hacia los factores que determinan la realidad de los hechos y la ética social. Esta válvula es el ejercicio independiente de la profesión, algo cada vez más escaso en nuestra región y casi imposible de practicar dada la hegemonía de los grandes medios informativos sobre el sector y el juego que a sus intereses hacen los colegios profesionales.
Esta opción de libertad no está presente en el mundo diplomático, pues por la naturaleza misma de la profesión, de orden representativa, el diplomático cede su individualidad al conjunto de intereses del Estado al que sirve. El diplomático es un representante, como el diputado, que representa ante el conjunto de instituciones republicanas o del Estado los intereses del pueblo o de la sociedad que le otorga esa potestad.
El diplomático es un servidor público y como tal se debe a los intereses públicos a que sirve, a aquellos que conforman las mejores aspiraciones de crecimiento del Estado social, político y económico que le ha puesto en el cargo.
Para muchos la diplomacia es un arte, especialmente cuando se refiere a sus modos de aplicación. Pero en realidad la diplomacia es un mecanismo de sustitución de las armas de guerra, que se vale de grandes estrategias negociadoras para garantizar la victoria de los intereses nacionales en el extranjero, especialmente constituida así después de la segunda guerra mundial y del inicio de la guerra fría.
Aunque los mejores antecedentes datan de principios del siglo XIX, no es sino hasta mediados del XX que la diplomacia adquiere formas políticas y cuerpo estratégico mejor definidos y estrictamente adecuados a los intereses hegemónicos de los países vencedores del conflicto mundial que enfrentó a un occidente fragmentado ideológica y culturalmente.
Las diplomacias británica y norteamericana implantaron los paradigmas de negociación territorial, política y comercial del siglo XX, afianzadas en la credencial de vencedores del conflicto bélico mundial de los años cuarenta y en la proyección del enorme avance científico-militar que desenvolverían durante la segunda mitad del siglo.
Del ejercico de la calma, el retardo, el uso de frases vagas, las prolongadas consultas, los detallados exámenes, las retorsiones de argumentos y demandas, las divagaciones sobre la naturaleza de las negociaciones y los objetos de negocio, para ganar tiempo en la mesa mientras se ubican estrategicamente las fuerzas militares en el campo de batalla, que bien emplearon los representantes del servicio exterior durante el milenio pasado, no se ha cambiado mucho.
El cambio sustantivo está en el lugar de agrupacfión de fuerzas, que se amplió del campo de batalla militar, al de la lucha económica, financiera y científico-tecnológica.
Hoy las negociaciones diplomáticas emplean esencialmente los mismos aderezos, sólo que agregados sobre un menú que incluye deudas externas, préstamos internacionales, altos intereses bancarios, hegemonía tecnológica y científica, control energético, además de misiles y aviones caza.
La mayor diferencia hoy -y el mayor problema a resolver- está en la dicotomía abierta a partir del quiebre de la hegemonía bipolar: la concertación entre la diplomacia de Estado y la de Gobierno, que además ha producido una fuerte escisión en los diplomáticos de vieja guardia, especialmente en aquellos para los que el interés nacional estaba subordinado a su carácter de dependencia periférica de los centros de poder económico y político mundial.
Y esta escisión no deja de tener sentido, de nuevo esencialmente, sujeta a la naturaleza objetiva del servicio diplomático.
Resolver la dicotomía y la escisión generada por ésta, pasa por refundar el Estado, desarticulando el viejo concepto europeo del Estado-Nación, para articularnos sobre la multiculturalidad intercivilizatoria que dinamiza la realidad sociopolítica de los Estados modernos, como es el caso de Bolivia, Paraguay o Venezuela, por ejemplo.
Trabajar sobre la diversidad cultural -en el sentido amplio del término- y el quiebre de las conceptualizaciones que sobre ésta se impusieron desde los centros hegemónicos del poder bipolar, para estructurar un Estado con identidad real, de acuerdo a las realidades intercivilizatorias que conforman el carácter de nuestra sociedad suramericana, es el reto.