«Llegué a pensar que nada de bueno había en mí que no viniese de ella. Mi amor infantil se confundía con mis primeros fervores religiosos; o al menos formaba parte de ellos, a causa de ella, en una especie de emulación».
Et nunca manet in te. Página 17.
«Quería su felicidad, es cierto, pero no veía que la felicidad a la que quería arrastrarla y constreñirla le resultaría insoportable».
Et nunca manet in te. Página 23.
«Pero esa comedia de buen humor y gallardía que me creía obligado a representar para alejar toda sospecha se iba volviendo insoportable. En cuanto me quedaba solo, me hundía».
Corydon. Página 73.
«A decir verdad desconfío de esa «voz de la naturaleza». Expulsar a Dios de la creación para reemplazarlo por voces no es un gran avance».
Corydon. Página 114.
«Sí; lo decíamos antes de ayer: todo en nuestras costumbres y nuestras leyes precipita a un sexo hacia el otro. Qué conspiración, clandestina o admitida, para persuadir al joven muchacho, desde el despertar del deseo, de que todo placer se disfruta con la mujer; que fuera de ella no hay placer. Qué exageración, hasta el absurdo de los atractivos del «bello sexo», con la mira puesta en la sistemática desaparición, en el afeamiento y la ridiculización de lo masculino».
Corydon. Página 173.
Una vez más la colección Uranistas viene a hacer las delicias de todos los lectores de calidad que quieran acercarse a buena literatura (sin adjetivos limitadores). El sello identifica aquellos clásicos de la Literatura Homosexual que precisamente se han convertido en clásicos por trascender más allá de la anécdota de la orientación sexual.
Ello sin prejuicio de que tal condición misma pueda ser el tema central, el alma, el motivo íntimo de la obra, aquello que la llena y la da sentido. Tal es el caso, sin duda, de Corydon. Aunque hablaremos de esta obra un poco más adelante.
Empezaremos por Et nunc manet in te(Y ahora permanece en ti, si se me permite la traducción), obra breve que se publica por primera vez en castellano. Las cincuenta páginas que componen la reflexión del autor versan sobre la relación con su prima y esposa Madeleine Rondeaux, con quien nunca consumó el matrimonio, no por imposibilidades físicas (tuvo un hijo fuera del mismo), ni por sus orientaciones más íntimas, sino por un malentendido sentido del respeto y el amor. Aunque cabe preguntarse quién puede saber el auténtico sentido, el camino y la forma adecuada del amor, en el caso de que haya una sola.
Ni qué decir tiene que Madeleine fue infeliz, que no vio cumplido su deseo de ser madre, que vivió una relación incompleta e insatisfactoria donde, al menos, su esposo no la engañó, aunque tampoco se «confesó» con ella, sencillamente se limitó a ser quien era, dando por supuesto que ella no lo sabría. Pero, a pesar de todo, André Gide hace un canto de amor, un inmenso mea culpa seguido de un «me equivoqué» y un análisis de la que fuera su esposa, que demuestra haberla conocido mucho más de lo que muchos maridos convencionales podrían presumir de saber de las suyas, siquiera sea por el tiempo de reflexión que él le dedica en su ausencia, cuando le falta su compañía, su forma obstinada, pero tierna; moralista pero sincera de ser y de estar: «Y desde que me falta el sonido puro que emanaba de su alma, sólo me parece oír a mi alrededor ruidos profanos, opacos, apagados, desesperados» (Página 49).
La obra, aunque no se presenta de forma descarnada, es un auténtico drama, una tragedia personal de dos seres humanos que se condenaron a una compañía, a una relación compleja y fallida.
Por lo que respecta a Corydon, probablemente estemos ante la primera obra de ficción que «defienda» el hecho homosexual como algo natural, no como una enfermedad, siguiendo, no sólo los primeros escritos científicos aparecidos en este sentido, sino un sentir íntimo y auténtico, el sentir del hombre homosexual en primera persona. «Eso existe. Yo sólo procuro explicar lo que es. Y aunque por lo común no se admite siquiera que eso existe, examino, trato de examinar, si en verdad es tan deplorable como se dice que es», dice el autor en el prefacio de la segunda edición (1920).
La obra no sólo es valiente por la fecha en la que está escrita y publicada, es, sobre todo, sincera, y parte de la firme conciencia sobre la equivocación de quienes piensan que la homosexualidad es una aberración o una enfermedad. La defiende como un hecho natural, y para ello se sirve del mundo natural, demostrando, en diversas especies, la existencia de las prácticas homosexuales como prueba de que la naturaleza no expulsa de su seno a estos individuos, sino que son mucho más comunes de lo que el hombre, hasta entonces, ha querido reconocer.
A veces, este diálogo que se mantiene entre los dos únicos personajes de la novela, puede parecer en exceso científico o ensayístico, pero qué duda cabe que el autor quiere resultar serio, sólido, convincente… y aportar tantas pruebas como le sea posible para demostrar su opinión. Opinión que, dicho sea de paso, no está reñida con la fe en la existencia de Dios, algo que hoy resultará novedoso para muchos miembros activos del movimiento homosexual. Y es que Gide se muestra él mismo le pese a quien le pese.
Gide es, lo repito, auténtico, y dice lo que piensa, lo que siente y lo que razona. Conoce bien la tortura del hombre que tiene que esconder sus anhelos, su condición. Y engañar a los más cercanos para evitarles el dolor y la vergÁ¼enza. En este sentido analiza determinados casos de la época en Alemania, y cita, por supuesto, al propio Wilde. Todos negaron el hecho, prefirieron el suicidio y la muerte a la aceptación pública de la homosexualidad, pero quizá no por ellos, sino por los seres queridos.
Por otra parte es de destacar la contemporaneidad, la imperiosa actualidad del debate: sigue luchando prácticamente contra las mismas dudas y críticas de los que se en su día posicionaban la homosexualidad en el campo del delito, o en el de la enfermedad y la aberración. Leyéndole, uno se da cuenta de que muchas personas no implican una evolución en la consideración de la homosexualidad, y el rechazo, basado en cierto desconocimiento y en mucho prejuicio, resulta casi atemporal.
Una obra que, por lo demás, llega casi a hacer un panegírico de las costumbres griegas en la educación de los muchachos, algo que, por otra parte, falla en su espíritu respetuoso en general pues, ¿no sería mejor dejar que cada cual elija sus propios caminos sin condicionamientos?
La obra da que pensar y está escrita con rigor, con calidad, y desde la más absoluta sinceridad de quien se despoja de toda máscara para ser él mismo frente al mundo, la familia y Dios que todo lo observa.